Un relato del Dr. Carlos Tajer | 02 ENE 17

Los cuatro regalos

Trató de recordar y con tantos años de profesión eran muchos y variados los regalos recibidos. ¿Cómo elegir? ¿Cuáles tendrían el valor suficiente?
Fuente: IntraMed 

Una tarde murió un médico cardiólogo, conocido por todos como Salo. No tenía nada de raro, ya había alcanzado suficiente edad, y la ceremonia fue cálida y adecuada. Terminado el sepelio de acuerdo al ritual, el alma ascendió al cielo buscando su destino. Sorprendido en esa evanescente circunstancia, quizás una parte de ese sueño final como imaginaba la muerte, llegó al tribunal supremo en donde debían elegir para él alguno de los dos caminos que se abrían a la distancia, uno luminoso y otro sombrío. Tenía asignados un abogado y un fiscal, y luego de un breve debate el peso de los sacos de pruebas quedó balanceado. Se escuchó un raro murmullo, no era tan común, y luego de deliberar propusieron que vagara por un tiempo en la indefinición. El alma, a la que le había costado mucho comprender las reglas de la vida y no quería sufrir con esta forma de estar y no, reclamó por alguna solución mejor. Con menos solemnidad de lo que el momento parecía implicar, le propusieron una salomónica alternativa: debía volver atemporalmente a su vida,  traer regalos que hubiera recibido de sus pacientes, y de acuerdo a eso tomarían una decisión.

Trató de recordar y con tantos años de profesión eran muchos y variados los regalos recibidos. ¿Cómo elegir? ¿Cuáles tendrían el valor suficiente?

Disimulando de noche su presencia, y a lo largo de varios recorridos recogió los cuatro objetos.

  • El primer regalo: La lapicera de Giaccomo

Giaccomo estaba delgado y agotado. Había tenido un infarto muy grande un año atrás, y acababa de bajar de la Unidad Coronaria luego de un cuadro grave de dificultad para respirar, por acumulación de líquido en el pulmón. Eliminado el líquido, mejoró rápidamente su respiración pero la radiografía seguía mostrando grandes zonas blanquecinas que no tenían explicación. El  caso raro es para los médicos un desafío apasionante, y se plantearon diferentes hipótesis, todas muy complejas. Salo recién comenzaba su carrera, y siguiendo las directivas de los coordinadores le propuso una serie de estudios, bastante traumáticos: endoscopías respiratorias que requerían la colocación de un tubo con anestesia, biopsia de pulmón, cultivos con lavado bronquial. Cada una de estas propuestas fue rechazada de inmediato. Llegó un momento que la negativa del paciente se extendió a no dejar que le sacaran sangre. Él se sentía bien, aunque débil y quería lo antes posible volver a su casa. Contó al pasar su duro regreso del frente ruso, como los alemanes volvían en camiones y los italianos a pie, de su tuberculosis con meses de internación en Italia, y sus múltiples padecimientos en la posguerra hasta su llegada a la Argentina. ¡No se deja estudiar! fue el cartel que le colgaron los médicos jóvenes. En fin, reflexionaron, si no quería estudiarse, mejor era que siguiera la evolución en su casa y que ocurriera lo que debía ocurrir, bajo su absoluta responsabilidad, y le tocó a Salo comunicarlo, lo que hizo disimulando el enojo.  En un control al mes, la radiografía se había limpiado por completo, nada había cambiado clínicamente. Giaccomo se acercó con su esposa a obsequiarle una lapicera, agradeciendo su respeto por haber accedido a que retornara a su casa a descansar. Nunca supo qué pasó, y guardó ese regalo equivocado toda la vida. 

  • El segundo regalo: El llavero de Manuel

Manuel a los 22 años había tenido un dolor de pecho viajando en colectivo, que resultó un infarto pequeño. Fue atendido en el Hospital Argerich y Salo le indicó un estudio de las coronarias esperando una enfermedad rara, pero sólo encontró la causa más común, se había tapado una de las tres arterias coronarias que alimentan al corazón. Era muy obeso y fumador, pero aun así a esa edad un infarto resultaba excepcional. Le indicaron el tratamiento de la época, y Salo lo atendió en su consultorio particular por un tiempo corto, donde siempre venía acompañando de su esposa igualmente obesa, mostrando buen carácter. Un psicoanalista que colaboraba en la Unidad Coronaria comentó que  encontraba rasgos psicopáticos como de individuo violento o quizá violador;  ningún punto de contacto con la imagen que Salo tenía de Manuel. Siete años más tarde Salo fue llamado en consulta a otra institución, donde Manuel estaba cursando un nuevo infarto, mucho más grande. La enfermedad era muy avanzada, las tres arterias coronarias muy enfermas y el músculo cardíaco destruido. No tenía chance de mejorar con intervenciones, un cuadro muy grave. De allí en adelante se atendió en el consultorio de Salo. Habían pasado muchas cosas en su vida. Se había separado de su esposa, lo dejó luego de un episodio oscuro en que una mujer denunció que la había forzado sexualmente, generando un escándalo que trajo el recuerdo del comentario del psicoanalista. No tenían hijos, y pronto Manuel estableció un nuevo vínculo con una mujer algo más joven, en este caso delgada. Concurría con inconstancia al consultorio, tenía problemas en el trabajo, había vuelto a vivir con su madre, y era difícil controlar que no fumara y por supuesto imposible que bajara de peso. Meses más tarde una madrugada sonó el teléfono de Salo, y una voz femenina quebrada decía que Manuel estaba tirado en el piso de un hotel alojamiento. Luego de una relación sexual caminó hacia el baño, se anudó la toalla a la cintura y cayó bruscamente. La policía quería llevarlo a la morgue judicial y pidió ayuda para evitarlo. Es difícil saber si alguna vez la esposa de Salo creyó que se levantaba a la madrugada para ir a un hotel de parejas a atender a un paciente. En la entrada encontró a un patrullero, Manuel en el baño sin vida, la mujer desconsolada, y con aplomo pudo lentamente convencer al policía de que firmaría el certificado de defunción, que no había nada raro en esa muerte repentina dada la grave enfermedad que padecía. El trámite fue engorroso, pero finalmente se resolvió bien. Tenía sólo 31 años. A las pocas semanas la madre de Manuel  lo visitó, la conocía de años atrás en alguna conversación en la sala de espera de sus internaciones, y le contó que Manuel le tenía mucho aprecio, y que ella había decidido mandar a hacer un llavero con su nombre y apellido como recuerdo. Salo juzgó que sería macabro usar ese llavero, y cuando intentó colocarle llaves para uso doméstico se empezó a desarmar, era absolutamente inútil. Alguna parte del llavero había quedado en el primer cajón de la cocina, y recogió justo el metal del nombre grabado.  

  • El tercer regalo: El retrato de un genio

Buscando entre diplomas de especialista y otras reliquias apareció un retrato que una paciente le había regalado años atrás. Era un cartón plegado con un retrato en lápiz de Albert Einstein. La artista era una mujer de 80 años, que  mantenía una intensa actividad creativa con dibujos, collages y pinturas. Si bien la atendía por algún tema menor, el motivo del obsequio era por su esposo, un ingeniero dedicado más a tareas intelectuales y políticas que a su profesión. Padecía una enfermedad muy grave,  que debilitaba el funcionamiento muscular del corazón y lo llevaba a la baja presión, a retener líquidos, falta de aire, y grandes limitaciones en su actividad. Había cursado también con arritmias graves y recibía como tratamiento amiodarona en altas dosis, un potente antiarrítmico con alto contenido en iodo que suele teñir la piel a un tono ocre-violáceo. El ingeniero había adquirido con el tiempo un color que ante su escaso cabello le abarcaba toda la cabeza.  Hombre de buen sentido del humor, acostumbrado a descalificar ácidamente a sus enemigos, un día preguntó cómo iba a evolucionar el color de su cara, en ese momento con manchas violáceo-azulados. Salo hizo uno de los peores chistes de su vida médica, preguntando si conocía los pitufos, duendes azules populares en esa época. Por suerte lo tomó bien, con una carcajada, y no volvió a preguntar sobre el tema. Su capacidad física se fue deteriorando cada vez más, y lo acuciaba poder publicar una investigación a la cual había dedicado muchos años de su vida, acumulando imágenes en visitas y exploraciones personales sobre arte judeo-cristiano de los primeros siglos de nuestra era. Salo le aconsejó que hiciera una publicación virtual, colaboró con él aprendiendo de un arte y de un momento que le era desconocido y que en el fondo tampoco le importaba mucho. Lo que motivaba a los pacientes era mostrar la mezcla cultural de los primeros siglos, la construcción de una nueva cultura que luego se separaría hasta el odio, la absoluta intolerancia, la persecución y aun matanzas.  Y así se publicó el libro por Internet, tiempo antes de la muerte del paciente. Su esposa apareció un día con el dibujo en lápiz de un Einstein maduro, despeinado, vital, retrato que por algunos años quedó olvidado y luego enmarcado en el consultorio. Salo desarmó el retrato, y recogió ese pliego de cartón.

 

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