La verdad y otras mentiras | 23 MAR 14

El encantador de perros (mañanas bipolares)

Acerca de la manía y la cima del mundo.

Esta mañana Gabriela trajo al consultorio a Luis, su marido. Es un hombre joven, profesor de historia y de literatura. Es inteligente, culto, trabajador. Tienen una nena de cinco años que se llama Amalia, por la de Mármol. Entró al consultorio azorada, con aspecto de no haber dormido durante varias noches. Nos conocemos desde hace algunos años aunque hace más de seis meses que no nos vemos. El tipo fluía en un vértigo arrollador. Arrastrado por un río de palabras y de ideas. Yo apenas podía seguirlo. Se levantaba de la silla, caminaba por el consultorio, acomodaba los libros en los estantes, cerraba y abría las cortinas, daba vueltas y más vueltas sin dejar de hablar. Movía los objetos que había sobre mi escritorio. Primero hacia un lado y después hacia el otro. Su mujer lo miraba sin decir una palabra. Lloraba en silencio. No le sacaba los ojos de encima. Una fuerza irresistible lo gobernaba como a una hoja en una tempestad.

Hace un año estuvo igual. Durante aquellas semanas de torbellino tuvo un infarto. Más tarde le siguieron varios meses de depresión grave. Quiso matarse pero ni siquiera tenía la voluntad para concretarlo. Una mañana de Junio cayó desde el tercer piso sobre el techo de lona de una verdulería. Se quedó allí con los ojos cerrados y la boca abierta esperando a la muerte. Pero el que llegó fue el verdulero montado en una escalera y al rato los bomberos. Se desilusionó mucho cuando le aseguré que aún estaba vivo.

En la cama del sanatorio conversamos como dos viejos amigos. Me senté sobre la colcha, él se encogió como un feto en el vientre de su madre. Entre mis preguntas y sus respuestas me parecía que transcurría una eternidad. -El tiempo no corre Daniel, está detenido, me dijo mirándome entre las sábanas con las que se tapaba la cabeza. -Veo todo en cámara lenta. Los movimientos de la gente se descomponen en cada una de sus partes. Puedo sentir cada milímetro que se desplaza un rayo de sol a través de la esterilla de la ventana. Cuando Gabriela enciende la luz y se acerca para traerme la comida, la veo levantar un pie del piso, llevarlo hacia atrás mientras se sotiene en el otro que la impulsa hacia adelante. Recién ahora entiendo como caminamos. La cuchara viaja miles de kilómetros desde el plato hasta mi boca. Tiembla en su mano mientras yo intento con todas las fuerzas abrir la boca para recibirla.

Pero hoy llegó atrapado por una furia feliz. Lleno de proyectos, se sentía capaz de todo lo que nunca había podido hacer antes. Nos miraba desde la cima del mundo. Hace una semana decidió que quería aprender a tocar el saxo. Se compró uno en Mercado Libre por el que pagó cinco mil pesos. Bastante menos de lo que tendrá que pagar por la cuenta del celular. Habla y habla con gente a la que apenas conoce. Piensa que charló durante cinco minutos pero son horas. Algunos le cortan la comunicación hartos de que no les permita decir una palabra. No duerme. Suda por las noches. Su esposa le tiene que cambiar las sábanas. Hizo demoler la parrilla del patio para construir una pileta. Nadie pudo convencerlo de que el lugar era insuficiente y de que no tiene el dinero para hacerlo. En el laburo están seguros de que consume drogas. Lo que no saben es que él es su propio dealer y que la droga que lo consume la fabrica en la cocina de su propio cerebro. Está exultante y eufórico. Majestuoso. Es un emperador persa, Alejandro conquistando Macedonia. Ni siquiera recuerda los seis meses en que la vida le pesaba una tonelada. No quedan huellas de la época en que vivía en un planeta desierto, sin brillo y sin colores. No me cree cuando le digo que después de esto bajará el pozo que casi se lo devora hace poco tiempo. Me tiene confianza, soy una de las pocas personas a quienes todavía escucha. Por eso me lo trajeron casi a la fuerza encerrado en la caminoneta de un vecino.

-Te voy a internar Luis, le digo intentando frenarlo con mi mano apretándole la muñeca. Se queda quieto por primera vez. Nos miramos. No comprende. Yo sé que no entiende lo que pasa. Le sostengo la mirada. Le disputo el territorio como vi en la tele en un capítulo del “Encantador de perros” en la sala de espera de mi odontólogo. Tengo que ser el macho alfa, dominarlo, mostrarle quién tiene la autoridad. Este lugar es mi territorio. Él tiene que enterarse.

-Te voy a internar Luis, ahora mismo. Me parece que se va a estallar. Miro alrededor buscando algún elemento para contenerlo si me ataca. Armo un plan de contingencia, lo voy a empujar sobre la camilla y me voy a tirar sobre él hasta que mis compañeros escuchen el alboroto y vengan en mi ayuda.

Laura abre la puerta. Es intuitiva y brillante. Percibió lo que estaba sucediendo. -¿Está todo bien por acá?, me pregunta. -Sí, estamos conversando un rato, le respondo. Saca de su bolsillo una jeringa cargada y la deja sobre el escritorio. -Por las dudas, me dice, por si al señor le duele mucho la cabeza te cargué un analgésico. La admiro tanto. Es médica hasta los huesos.

Lo obligo a sentarse presionando su brazo. Suda. Creo que quiere matarme. No puedo aflojar, me digo. Recuerdo al labrador retriever que en la TV le disputaba a César Millán un sillón en el living de la casa de una familia de mexicanos en San Diego. El perro ya había mordido a toda la familia cuando intentaban ocupar ese lugar. César caminó despacio, ni siquiera lo miró. El labrador rugía y mostraba los dientes. Pero él se sentó tranquilo y cuando el animal se abalanzó sobré él, levantó el dedo índice, sereno, dijo chsst. La fiera clavó las patas, se sentó y quedó jadeando con la lengua afuera, con ojos de Lassie esperando que le pidan que traiga el diario.

-Luis, te voy a internar. Yo mismo te voy a llevar en mi auto. Tranquilo, vas estar mucho mejor. Baja la cabeza, pero yo no lo suelto. La mujer llora con ruidos. Solloza, se sorbe los mocos. De pronto él se pone de pie. Se suelta de mi mano con un movimiento violento. -¿Apenas hace diez minutos que llegué y ya querés internarme? Tengo ganas de alejarme pero no lo hago. -No Luis, no hace diez minutos, llevamos más de dos horas conversando. Mira su reloj. -¿Dos horas? ¿Vos estás loco? ¿Cómo que dos horas? Se enciende otra vez. Abre los ojos, las pupilas están dilatadas. Me gustaría que pudiese comprenderme. Pero sé que no es posible. Sólo me queda apelar a la autoridad para hacer lo que tengo que hacer. Siento pena por él. Es terrible estar enfermo, pero es mucho peor no entender en qué consiste la enfermedad que te gobierna. Cuando no entendés todo es más insoportable.

Miro la jeringa. Mi compañera y su esposa me miran a mí. Luis me atraviesa con su mirada. Me siento un policía. Pero tengo que hacerlo. -¿Por qué mierda me vas a internar si me siento mejor que nunca? No me quites ésto, por favor no me lo quites…, me dice a cinco centímetros de mi cara. Tengo ganas de darle un abrazo. Soy un traidor. Le acaricio el hombro. Por primera vez no le sostengo la mirada. Mi mano carcelaria tantea la jeringa sobre el escritorio.

 

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