Dra. María del Carmen Vidal y Benito | 03 ABR 13

Empatía como condición humana

Un fenómeno imprescindible en la relación médico paciente abordado en un nuevo y apasionante libro.
Autor/a: Por María del Carmen Vidal y Benito 

La capacidad de darnos cuenta de que el ser que está frente a nosotros, es un ser humano tal como nosotros lo somos, diferente en cuerpo y modo de ser, en historia y consciencia,  pero al mismo tiempo, tan similar a nosotros mismos,  es un tema que ha interesado a los filósofos desde siempre.

Si el hombre es un ser consciente, entonces la  capacidad de aprehender o de experienciar  la consciencia ajena, será la manera de llegar al entendimiento de la humanidad de nuestro interlocutor, y por lo tanto, será  la Empatía la actitud afectiva propia de la especie humana, (y según lo que algunos sostienen también de otras especies animales), que permite darse cuenta de que el otro,  es un otro como yo.

Si consideramos que este saber sobre el otro,  es la base para la posibilidad de vivir en grupos sociales, podemos decir entonces, que la Empatía, además de ser un medio importante en la interrelación humana, sustenta una de las características básicas de nuestra especie como es la gregariedad.

Alteridad es una palabra de origen latino,”alter”, que significa el otro entre dos términos.

Puede considerarse un sinónimo de otredad. Ambas se traducen al inglés como “otherness” y ambos términos significan “el otro que no soy yo”.

Ajenidad, se traduce como “strangeness” en lengua inglesa, sinónimo de extranjeridad.

Lo ajeno, es lo que pertenece al otro, lo que no me pertenece a mí, lo que es del otro.

El ajeno es un otro al que se  entiende como un extraño, de distinta nación o profesión o como los griegos veían a los no-griegos, como bárbaros,  o también como diverso, por ser de distinta naturaleza.

Todos los ajenos son otros pero no todos los otros son ajenos.

La experiencia social de la ajenidad debe diferenciarse de la de la otredad.

Esta última es considerada una experiencia universal, ya que en todo grupo social  constituído  por diferentes personas, existe un “uno mismo” y  “un otro” o “unos otros”.

Algunos autores dedicados a la sociología, plantean que solo es posible hablar de la ajenidad cuando el otro es percibido como irritante y perturbador y que frente a esta situación que genera molestia y alteración,  la tendencia general es realizar alguna acción orientada a que desaparezca dicha molestia, lo que generalmente termina en acciones discriminatorias hacia el otro diferente-ajeno.

Pero el hecho de que en el mundo actual, más interconectado, sea tan frecuente la existencia de estos seres que nos irritan porque son extraños, ajenos, también conduce a lo que podría ser llamado la universalización del extraño.

Los ajenos, cuando son habituales en nuestra vida cotidiana, motivan que  la reacción de molestia o perturbación deje de  aparecer y en este caso, se habla de invisibilidad, pero esto no es indicador de asimilación, es decir de conversión del  ajeno a un  otro como la mayoría; tampoco es indicador de aceptación por parte de la sociedad de su ajenidad, sino más bien implica una especie de acostumbramiento al  extraño y a sus particularidades, un modo de indiferencia,  lo que induce a pensar en que dicho problema no existe, no se ve , es invisible o que es “normal” y en ese caso se habla de naturalización.

Erving Goffman  denomina a este tipo de conductas sociales, por medio de las cuales, el habitante de las ciudades en la actualidad, evita fijarse en los otros con los que se cruza,  como “inatención civil”, mientras que otro autor, Allan Silver, las llama “benevolencia de rutina”, definiéndolas, no como una acción activa y consciente de aceptación de parte del que se encuentra con el extraño, sino simplemente como un acto formal, casi automático, vaciado de contenido personalizado.

En algunas situaciones sociales, tratar al extraño como si no estuviera, como si fuera transparente, evitando encontrarse con él, mirarlo a los ojos cuando se le habla, etc.  es otra de las formas de negación social de su existencia como un otro par.

Otro de los modos de ignorar al ajeno, aunque más sutil y menos evidente,  consiste en atribuirles características y valores, que en realidad pueden o no serles propios, pero que están relacionados a nuestro interés o conveniencia.

Todas estas formas hacen sentir solas y aisladas a las personas a las cuales se dirigen.

Michel Foucault, (1926-1984), plantea que en la sociedad humana lo Otro, es lo que es extraño pero al mismo tiempo, es interno a la cultura misma, está dentro de ella  y  sostiene que  la historia de la locura sería entonces  la historia de lo Otro, que hay que eliminar para reducir el peligro que representa en el orden de las cosas, pero aislando y encerrando a “los locos”, como una forma de naturalización, atenuando así su alteridad.

Sostiene que la historia social de lo Mismo, como opuesto a lo Otro, es la historia del orden social, y en ese marco, la Enfermedad es el desorden, la alteridad representada ya no en los comportamientos sociales sino en el cuerpo mismo,  sin dejar de ser un proceso natural con sus reglas propias.

Foucault propone lo que llama un análisis arqueológico de la mirada médica para entender  las características del accionar médico en el proceso salud-enfermedad.

Por lo tanto:
Si  la Empatía es un fenómeno al servicio de la interrelación de los hombres y sus subjetividades, y esto es claramente entendible al pensar en nuestros congéneres como otros:

¿Qué nos ocurre cuando el que está frente a nosotros es un otro-ajeno?,

• Es decir cuando es diferente pero  de un modo particular, ya que todos los seres humanos somos diferentes los unos de los otros.

• Cuando sus acciones, pensamientos y sentimientos son ininteligibles para nosotros y este no entendimiento nos alarma.

• Cuando  es extraño en su forma de presentarse,  un extranjero perteneciente a un mundo con hábitos y normas que no conocemos, hablante de un idioma que no comprendemos.

• Cuando es un vagabundo que vive en la calle.

• Cuando es un psicótico con ideas extravagantes e incomprensibles, o cuando se presenta agresivo y desconfiado, o un perverso, con conductas que nos repugnan.

•  Cuando el otro tiene discapacidades físicas importantes que dificultan la comunicación como cuando es ciego, sordo o ambas cosas o cuando presenta trastornos cerebrales.
 etc, etc., etc.

Pero si bien es cierto que para el habitante de las ciudades modernas, el encuentro con los ajenos, ha generado las actitudes que hemos visto, de rechazo, de pseudo aceptación, de naturalización; para un importante número de Profesionales de la Salud, las cosas son diferentes, ya que esos ajenos con los que los ciudadanos urbanos se cruzan en la calle, son los pacientes de los centros de salud de los barrios más carenciados de las ciudades y finalmente son los pacientes que atendemos independientemente de nuestro lugar de trabajo.

Son los pacientes a los que asistimos todos los días.

Pero entonces:

¿Qué es lo que sentimos cuando nosotros, los profesionales de la salud, nos encontramos frente a un otro-ajeno?

Todos sabemos qué es lo que se espera de nosotros.

Todos sabemos lo que un buen profesional “debe sentir”.

Pero es importante que tengamos una clara consciencia, de que a pesar de nuestra convicción personal acerca de la igualdad de los seres humanos, frente al extraño, el raro, el extravagante, el marginal, el loco, el agresivo, el descalificador, el que nos resulta ininteligible, es decir frente al ajeno, es difícil sentir, pensar y comportarse “como se debe”.

También debemos reflexionar acerca de que para muchos de estos otros-ajenos que nos consultan, nosotros somos los otros-ajenos, que nos regimos por normas y costumbres diferentes y extrañas, con actitudes que no saben cómo valorar, utilizando un habla que difícilmente comprenden.

Finalmente y como conclusión, resulta evidente que  es de gran importancia que reflexionemos acerca de estos temas, que no los neguemos, no con actitud complaciente hacia nosotros mismos, pero sí, con consciencia de nuestra propia emocionalidad para poder modificar, controlar, regular, nuestra actitud y poder cumplir con el objetivo de nuestra profesión sin perder nuestra propia coherencia interna.



LA EMPATIA EN LA CONSULTA

La estudiante de medicina y José "el boliviano"

Cuando estaba en sexto año de Medicina, pude conseguir ingresar a un Servicio de Guardia. Tocaba el cielo con las manos.

 


En aquella época, ya no teníamos técnica quirúrgica como materia en la Carrera de Medicina de la UBA y se habían prohibido las guardias para los estudiantes, en los  hospitales de la ciudad de Buenos Aires.

Hasta el 4° año de la Carrera,  no teníamos oportunidad de tomar contacto con pacientes.

Todo lo aprendido, fuera del laboratorio de las materias como Química o Física o de la mesa de Morgagni de Anatomía, había sido puramente teórico.

Ya en la Unidad Hospitalaria, no realizábamos prácticas, salvo las historias clínicas, que era uno de los objetivos pedagógicos centrales de la Unidad en la que yo cursaba, además del examen físico de los pacientes.

Por supuesto que no existía en aquella época, el Internado Rotatorio o Práctica Final Obligatoria, ni las pasantías rurales, ni las prácticas de consultorio de APS.

Cuando comencé a cursar el 6° y último año, como todos mis compañeros, estaba ansiosa por conseguir que alguien nos permitiera estar en una guardia para aprender lo que no sabía de la parte práctica, ya que no había realizado ni siquiera los procedimientos más sencillos.

Finalmente lo conseguí,  y un compañero de cursada hizo que me aceptaran en la Asistencia Pública, que funcionaba en la calle Esmeralda 66, en pleno centro de la ciudad, de esto hace más de 40 años.

Me autorizaron a estar en la guardia de 8 de la mañana a 20hs, una vez por semana. Mi compañero, como era varón, podía quedarse a la noche. Yo era la única mujer.

El edificio viejo, mal mantenido y no demasiado limpio, funcionaba como un servicio de consultas de urgencia.

Llegar allí el día que me tocaba, era para mí como acceder al Olimpo.

Una  “caba de las de antes”, con mucha experiencia, me enseñó  todo lo que ella sabía sobre dar inyecciones, realizar la toilette de las heridas, desgusanarlas, vendarlas,  poner enemas y bañar y despiojar vagabundos alcohólicos, que en esa época no se llamaban “sin techo”, pero que no eran escasos en el centro de la ciudad, especialmente durante la noche.

Los médicos que eran casi todos cirujanos del Rawson, ante mis deseos de aprender, además del hecho de que era una estudiante muy buena, se dedicaron también a enseñarme con mucha  disposición, a realizar suturas, canalizaciones, vendajes e inmovilizaciones.

Por otra parte muy pronto se dieron cuenta de mi gusto por conversar con los pacientes y de mi capacidad de escucha y comprensión, que sí me habían enseñado en la unidad hospitalaria en la que cursé los últimos tres años de la carrera, los psiquiatras y psicólogos del servicio de Psicopatología.

Por esta razón y porque en general “no les gustaba perder tiempo”, comenzaron a delegarme los pacientes con dificultades sociales o psiquiátricas para que yo los viera.

Lo que aprendí durante ese año, los casos que ví, las experiencias y situaciones que atravesé, constituyen un anecdotario que durante años me ha sido muy útil en la docencia de grado y también en la de posgrado.

 

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