Acerca del caso de los enfermeros uruguayos | 27 MAR 12

De qué se compone el placer de matar

Por Carlos Chernov, médico psicoanalista y escritor.

Por Carlos Chernov

Como ocurre con cualquier asesino serial, creo que el móvil de los enfermeros uruguayos fue el mero goce de matar. No asesinaban por dinero –según parecía al menos en primera instancia–; tampoco por venganza; no gozaban sexualmente de ellas; no eran asesinos profesionales. Mataban por el puro placer de matar.
 
¿De qué se compone este placer? El odio es uno de sus elementos obvios. ¿Pero odio contra quién? ¿Contra personas que los maltrataron y humillaron? ¿Resentimiento social? Al parecer uno de ellos fue abusado sexualmente en la infancia, un antecedente que se encuentra con frecuencia en este tipo de homicidas.
 
Otro componente del móvil debe de haber sido el colosal agrandamiento de sus egos. Uno de los imputados declaró: “Si me creí Dios, me equivoqué…”. Se creyó Dios. En la mayoría de las religiones occidentales, la entrada y salida de la vida, el nacimiento y la muerte son prerrogativas divinas. La vida es sagrada, ninguna persona individual puede tomar esta decisión en sus manos. En este caso, en lugar de considerar el asesinato como una de las bellas artes, como quería de Quincey, sería un modo de convertirse en dioses.    
 
Otra faceta del móvil debe haber sido la excitación. Es fácil imaginar cómo cambiaría la rutina habitual: la ansiedad con que esperarían el momento de acercarse a la cama de un enfermo e inyectarle en la vía central una droga mortífera. Sus jornadas laborales se habrán convertido en aventuras.
 
Respecto del riesgo, sorprende que hayan actuado con tanto descuido. En 2011 publiqué El desalmado, novela en la que el médico protagonista también mata a pacientes internados, en este caso, para robarles el alma. Pero mi personaje es mucho más cauto –o temeroso–: trabaja en clínicas de pocas camas, en las cuales queda como único médico de guardia en terapia intensiva. Para no alterar la estadística de defunciones, mata a un paciente por clínica y cambia de trabajo. Asesina a sus víctimas con una sustancia imposible de detectar en las autopsias y, aún así, a pesar de todas las precauciones, vive aterrado.
 
En cambio, los enfermeros asesinos usaban drogas que se pueden rastrear en una autopsia, dejaban mensajes de texto incriminatorios y aumentaban notoriamente la estadística de defunciones de las instituciones en las que operaban. ¿Querían que los descubrieran? ¿Experimentaban una mezcla de exhibicionismo y culpa? ¿Se aliviaban de la culpa con el pretexto de la eutanasia, como si interpretaran que matarlos era un acto de piedad, no de crueldad? La apatía moral de los enfermeros, que borronea los límites entre asesinato y eutanasia, es otra muestra de la banalidad del mal.

 

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