La verdad y otras mentiras | 06 ENE 10

Mujer caníbal

La pérdida de la prudente distancia.
Fuente: IntraMed 

Estoy acostumbrado a despertarme sin motivos aparentes en mitad de la madrugada. Pero anoche fue distinto. Algo extraño. Nada concreto. Más bien la difusa sensación de que mi cuerpo había desaparecido. Busqué los números luminosos del radio reloj. No los encontré. Estiré mi brazo derecho para encender el velador pero tampoco estaba en su lugar. Extendí el brazo izquierdo para comprobar que ella aún dormía a mi lado. Pero en la punta de mis dedos apareció la llave de la luz. Fría, metálica, inesperada. La encendí. Sobre la mesa de noche había un frasco de plástico azul con una forma irregular y exótica. Leí la etiqueta, decía: Nivea, triple acción body milk. Me sorprendí. No recordaba haberme dormido del lado opuesto de la cama al que ocupo desde hace tantos años. Pensé que entonces ella debería estar en mi territorio ya que al parecer yo ocupaba el suyo. Un hueco sobre la almohada y un delgado hilo de saliva sobre la funda indicaban que alguien había dormido en ese lugar pero que ya no estaba allí. Elevé la cabeza para comprobar que se continuaba con mi cuerpo. No podía sentirlo. Lo que vi no era lo que esperaba ver. No estaba yo, sino ella donde supuse que iba a encontrarme. Dormía de costado, con ambas piernas flexionadas sobre el abdomen, la boca abierta y el cabello sobre los ojos cerrados. Un ruido como de burbujas hirviendo en una olla o como una motoneta salía desde su garganta. Uno de sus pechos se había salido de la remera. El pezón rosado apuntaba hacia la ventana y se elevaba o se hundía con los movimientos de su respiración. Un pie asomaba por debajo de las sábanas. Escuché el ruido de la brisa moviendo las hojas en el jardín. Lejos, el sonido de un tren pasando a gran velocidad. Olía a mujer y a verano. Intenté cubrirla con la colcha que colgaba sobre el piso. Se molestó. Con un movimiento violento volvió a arrojarla al suelo. Emitió un sonido soplante, de fastidio. Una amenaza de animal salvaje. Giró hacia la derecha. Ahora su pezón señalaba hacia mi sector de la cama donde no había nadie. Tenía la sensación de estar donde estaba ella, pero veía con toda claridad que era ella quien estaba allí. Me asusté. Probé reptar sobre el colchón para regresar a mi lugar. Tuve la impresión de que me estaba desplazando pero también de que no avanzaba en absoluto. La distancia parecía estirarse con cada movimiento. Mi almohada estaba cada vez más lejos o, peor aún, estaba siempre en el mismo sitio pero mis movimientos no me acercaban a ella. No supe qué hacer. El primer rayo de sol ingresaba a través de la ventana hasta su ojo y lo incendiaba de luz. El vello de la espalda se humedecía con dos gotas de sudor que bajaban desde el cuello. Ubique la yema de mi dedo en el centro del tórax y tracé el camino de su vientre. Me detuvieron en el pubis el estremecimiento y la humedad del centro de la tierra. Ella alteró el ritmo de la respiración. Hizo un ruido fugaz. Apenas un trazo sonoro en la regularidad del silencio. Tuve miedo. Un terror infantil y sin fundamento. Retire la mano como si quemara. Me quedé quieto. Recordé otras noches de insomnio cuando sentía mi pierna a pocos milímetros de la suya. Podía recibir el calor de su piel aún sin tocarla. Me gustaba escuchar el sonido del aire ingresando por su nariz. Imaginaba cuál sería su posición. Si tenía la boca abierta o cerrada. Jugaba a reconstruir el contenido de sus sueños. Aquella mínima distancia que nos separaba, pero que no impedía el contacto, tal vez fuese el territorio donde el amor se desplegaba como un peligroso campo magnético capaz de succionarme. Un espacio tan pequeño como para permitirme sentir su proximidad, pero suficiente como para evitar que ella me devore. Sabía que jamás debería cruzar esa prudente frontera. Que hacerlo me llevaría desde el paraíso al infierno. Pero ahora ese límite había desaparecido. Sonó el despertador. Ella lo apagó con un manotazo y se quedó algunos minutos dando respiraciones lentas y profundas sin despertarse por completo. Se levantó. Sentí el sacudón sobre la espalda que llegaba desde algún lugar que yo no gobernaba. Una fuerza arrastró mi pelvis hasta ponerme de pie. Caminamos hasta el baño. Orinamos sentados. Nos desnudamos. El agua de la ducha estaba hirviendo y nos quemaba la piel. Nos enjabonamos hasta quedar cubiertos por una espuma blanca con olor a bebé. Nos secamos y nos vestimos. Preparamos tostadas, mate para ella y café para mí. Pasamos por la habitación de los chicos y controlamos si estaban fríos o acalorados, si tenían la ropa preparada. Dejamos dos vasos de jugo de naranja sobre el escritorio para que los encuentren al despertarse. Regresamos a la habitación donde volví ver el hueco que había dejado mi cuerpo sobre la cama. Sentí nostalgia de mí mismo. Una tristeza sorda como de muerto. Hubiese querido quedarme pero algo tiró de mi brazo con una fuerza brutal. Ella miró el reloj y apuró el paso. Antes de salir del cuarto dijo en voz alta: - Maldito lunes de mierda. Se colgó la cartera y cerró la puerta. Sentí que me arrastraban como a una sombra detrás de una persona real. Que ya no había nada que yo pudiera hacer. Me pareció que algo dramático me estaba ocurriendo y quise decírselo. Le hablé al borde del llanto. Creo que grité. Pero ella ni se dio cuenta.

 

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