La verdad y otras mentiras | 21 ENE 09

"Las guerras médicas III"

La Peste.

En el hall de ingreso al hospital varios grupos de personas discutían con signos de agitación y nerviosismo. Dos enfermeros intentaban controlar a la jefa de laboratorio que golpeaba con todas sus fuerzas la puerta principal.

- ¡Déjenme salir! ¡No quiero estar encerrada en este lugar!

La Dra. Lombardo era una mujer mayor, siempre cordial y de finos modales. Nadie tenía con ella la confianza suficiente como para tutearla. Su figura y su actitud imponían un tácito respeto y cierta distancia. Estaba descontrolada. Los dos hombres la sujetaron de ambos brazos y la arrastraron hasta que desapreció de mi vista.

Algunas personas gritaban cosas que no podía comprender. Gesticulaban con exageración y hasta se empujaban unos a otros en una discusión cuyos fundamentos ni siquiera lograba imaginar. Los conocía, a todos, a cada uno de ellos. Pero en esa situación me parecieron otras personas. Seres ajenos en quienes no podía encontrar ninguna de las señas familiares que esperaba reconocer. Mariana lloraba de pié con la frente apoyada sobre el vidrio de la puerta. Al otro lado una de las periodistas hacía visera con ambas manos y abría desmesuradamente los ojos mientras intentaba ver hacia el interior del hospital.

Un grupo de policías y personal de Defensa Civil rodeaba el perímetro del hospital con unas cintas de color amarillo y negro con la leyenda “prohibido el paso”. Clausuraban puertas y ventanas con candados y vallas metálicas. Goldenstein me miró haciendo girar su dedo índice sobre la sien y me dijo:

- Están locos, no nos dejan salir.

Al otro lado del vidrio, periodistas, policías y camarógrafos se esforzaban por mirar hacia adentro. A pocos centímetros de distancia de esas personas dos cirujanos gesticulaban señalándose a sí mismos. Gritaban, pero nadie parecía escucharlos del otro lado.

- ¡Es increíble! Queremos salir pero no logramos abrir la puerta. Nos encerraron acá adentro.

- ¿Pero qué les pasa? ¿No se dan cuenta de que se trata de una gran confusión?

Uno de ellos me miró y extendió sus brazos con las palmas de las manos hacia afuera indicando la imposibilidad, absurda pero evidente, de hacerse entender por personas que estaba casi al lado suyo ventana de por medio.

Todo era irreal, ridículo. Carente de lógica. Como salido de la escena de un sueño. Inmediatamente comenzó a sonar en mi cabeza "Massive Attack - Safe From Harm" a todo volumen y ya no pude detenerlo más.

Cuando admití que no podría entender lo que ocurría por mis propios medios me decidí a preguntar. Eduardo estaba sentado en el piso, solo. Observaba los acontecimientos desde una distancia considerable y, a juzgar por su expresión, hasta parecían causarle gracia. 

- ¿Qué es todo esto? ¿Qué pasa?

- No me lo vas a creer pero los tipos, allá afuera, han declarado al hospital en cuarentena y nos han clausurado todas las salidas.

- ¿Y por qué hacen semejante cosa?

- No lo sé. No tengo idea, pero es así.

- ¿Y por qué no se los explicamos y se aclara todo de una vez?

- Porque no nos escuchan. No quieren entender razones, suponen que los engañamos para salir de este lugar.

- Pero eso es ridículo.

- Sí, completamente.

- ¿Y a vos te causa gracia?

- Un poco, pero no mucho.
 
Eduardo se puso de pié y se dirigió a la multitud. Se hizo un profundo silencio aún antes de que él comienzara a hablar.

- Compañeros. No discutamos más. Ya sabemos lo que ocurre. No lo entendemos, pero es así. Creo que debemos organizarnos hasta que las cosas se aclaren.

- ¿Qué podemos hacer? Dijo Goldenstein intentando lucir sereno y razonable.

- Primero organizar el cuidado de los enfermos. Establecer prioridades, clasificar las tareas y designar responsabilidades. Esto es un hospital y, que ocurran cosas disparatadas, no nos releva de la responsabilidad que tenemos. Sugiero empezar por calmarnos un poco todos para poder pensar.

La respuesta –algo paradójica- a sus palabras fue un nuevo alboroto. Voces que hablaban sin escucharse, movimientos caóticos, ecos de algún llanto de mujer. Sonó una sirena. Breve y penetrante. Luego una voz deformada por el artificio de un altoparlante.

- Señores, soy el comisario Leiva, estoy a cargo del operativo.

Pudimos ver a través de los portones de vidrio la silueta de un policía hablando a través de un megáfono a pocos metros de la entrada apoyado sobre el techo de un patrullero. Era absurdo, podría haber hablado con nosotros sin siquiera verse en la necesidad de levantar el tono de su voz. Que empleara un megáfono daba una idea bastante precisa de la distancia a la que aquellas personas nos imaginaban.

- Esto es una cosa seria. Nos vemos en la obligación de proteger a las personas del posible foco infeccioso que afecta al hospital. Les pedimos calma, por ahora no podrán salir ni establecer contacto personal con ninguna persona del exterior mientras las autoridades sanitarias estudian el caso.

El desorden volvió a encenderse. Gritos, gestos, golpes contra puertas y ventanas. Intentos de llamadas a través de celulares que se agitaban inútilmente en todas direcciones en busca de una señal que no aparecía.

- Tienen que organizarse para mantenerse allí por un tiempo que podría ser largo. Intentaremos garantizar que se cumpla el aislamiento con el mayor rigor. Por favor no nos obliguen a tomar medidas que preferimos evitar.

Una enfermera asomó la mitad de su cuerpo por la ventana y le gritó al comisario:

- Pero, ¿de qué foco infeccioso habla? Acá estamos todos bien.

- Por ahora es toda la información que puedo darles.

El policía guardó el megáfono en el patrullero y desapareció entre la multitud.

Nos mirábamos unos a otros en busca de respuestas que nadie tenía. Casi no hablábamos. Afuera, los reflectores dejaron al comisario Leiva y volvieron a dirigirse hacia donde estábamos. Algunos pacientes bajaban por las escaleras y miraban atónitos lo que ocurría. Casi sin proponérselo, Eduardo convocó todas las miradas. Sin embargo no habló. Parecía no saber, ahora tampoco él, qué decir. Goldenstein subió algunos escalones hasta ubicarse a su lado y tomó la palabra.

- Yo tampoco lo entiendo, pero tenemos que hacer algo. Propongo que hagamos una recorrido de reconocimiento por el hospital. Luego volvamos a reunirnos para hacer un informe de la situación. Tal vez en otro sector podamos identificar alguna causa que nos explique todo esto.

Un murmullo de aprobación siguió a las palabras de Goldenstein y las personas se agruparon espontáneamente dispuestas a cumplir con la misión. Recordé que pocos minutos antes de bajar al hall de entrada, yo mismo había salido al balcón y hasta había logrado intercambiar unas pocas palabras con un hombre vestido con un mameluco y con una periodista. No nos habíamos entendido, pero el contacto había sido posible. Decidí no mencionar el hecho y volver solo hasta ese lugar.

Caminé por los pasillos en un estado de confusión y ansiedad que no lograba controlar. Grupos dispersos de médicos, enfermeras o pacientes deambulaban sin rumbo fijo inspeccionando puertas y ventanas. Algunos hablaban  pero otros caminaban ensimismados en absoluto silencio. Toda clase de sonidos circulaban por el ambiente: voces humanas, golpes y otros que no logré identificar. Desde las puertas de las habitaciones los enfermos con mayor dificultad para trasladarse asomaban las cabezas en busca de información. Apenas ingresé a la sala de internación pude ver a los dos policías intentando comunicarse con sus superiores para pedir instrucciones. María Sol dormía en su cama. No hice preguntas. Tampoco ellos me las hicieron. Salí.

 

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