“La verdad y otras mentiras” | 02 JUL 08

Mejor no hablar de ciertas cosas

"Sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar" Ludwig Wittgenstein

Tarde o temprano llega un momento de calma compartida y exhausta entre médico y paciente luego de la excitación de una emergencia. Ambos flotan en la atmósfera de exasperada sensibilidad que esos momentos producen. Como una isla de sinceridad sin límites se establece una tregua para la comedia cotidiana y las personas nos abandonamos a los abismos de la verdad y de lo inconfesable. Sabemos que -en virtud de un pacto tácito y secreto- superados esos extraños instantes nadie dirá nada, nadie recordará nada. Un muro de compacto silencio resguardará las contradicciones de la existencia cotidiana y volverá a vestirla con el disfraz de lo que “debe ser”, a resguardarla de la desnudez a veces intolerable de lo que verdaderamente “es”. La impostura recobrará el aliento y todos volveremos a ser lo que nunca fuimos.

-    ¿Estás muy ocupado?

-    No mucho.

-    ¿Tenés ganas de hablar?

-    Es suficiente con que vos las tengas, dale...

-    No sé, pero ahora hay tanto silencio, está todo tan oscuro. Parece que nunca hubiese ocurrido nada y no hace más de una hora yo me moría de dolor de pecho, vos me introducías una cosa por mis arterias y ambos mirábamos esa pantalla de televisor donde mis coronarias decidían si aún me quedaba un futuro sin consultar mi opinión.

-    Es una buena descripción, algo así sucedía hasta hace un rato.

-    ¿Y ahora?

-    Ahora sí tenés un futuro y será necesario que decidas qué vas a hacer con él.

La sala de Terapia Intensiva estaba a oscuras. Sólo algunas luces intermitentes y ciertos sonidos habitaban ese espacio. Apenas podíamos vernos las caras rodeados por una fauna exótica de animales tecnológicos que respiraban con largos soplidos y hablaban una lengua metálica hecha de ruidos y silencios rítmicos, periódicos, iguales. Me senté a los pies de la cama.

-    Ella, ¿está todavía ahí afuera?

-    Sí, hace un rato hablamos.

-    ¿Qué hace?

-    Creo que ahora duerme acostada sobre un banco de madera.

-    ¿Cómo se sentía?

-    Aterrada. Muerta de miedo y preocupada por vos.

-   Por favor decile que se vaya, que vuelva a casa.

-  Ya lo hice pero se negó a considerar esa idea. Dijo que necesitaba estar acá y que no me preocupe por ella sino por vos.

-    Es una mujer extraordinaria. Vos no podrías imaginarlo.

-    Sí, creo que podría.

-    Tenemos dos hijos. Nos conocemos desde la escuela secundaria, llevamos juntos más de 20 años y por más que haga memoria no puedo encontrar algo para reprocharle, un gesto egoísta, una traición.

-    Entiendo

-    ¿Qué entendés?

-    Todo. Que te estás mirando en ella en este momento. Que estás haciendo balances, comparaciones, contabilidad, en fin, el debe y el haber de un amor maduro.

Eduardo tiene 49 años y hace pocas horas lo despertó un intenso dolor en el pecho. Sintió por primera vez la contundencia de la muerte rondándole la noche. Hace algunos minutos se le realizó una angioplastia coronaria y ahora se encuentra estable, sin dolor pero con la confusión inevitable del momento. Como un trompo que giraba enloquecido alrededor de sí mismo y al que de pronto una mano enorme y poderosa lo ha detenido súbitamente.

-    Me despertó un dolor insoportable. No podía respirar, sudaba. Esperé, te juro que aguanté varios minutos mientras le buscaba explicaciones sencillas a lo que me ocurría. Intenté quitarle gravedad, disminuirlo. Ella dormía a 20 centímetros de mí pero tuve la sensación de que se encontraba en otro planeta. Su pié izquierdo estaba enroscado a mi pié derecho como una serpiente. Siempre hace lo mismo cuando se va quedando dormida. Yo quería moverme pero sentí que no podía desatarme de esa mujer. Luego comprendí con toda claridad que me iba a morir. El corazón me latía como una locomotora enloquecida dentro del pecho y el aire no llegaba a mis pulmones. Tuve pánico. Un miedo atroz y desconocido. Pero no a la muerte, sino a morirme sin decirle algunas cosas. La desperté. Pero no supe que decirle y no le dije nada.

-    Es el problema con las palabras, son tan promiscuas, tan inútiles, pobrecitas.

-    Ella se sentó en la cama y me miró durante algunos segundos. No necesitó más. ¡Nunca necesita más! Me besó en la frente y me secó la transpiración con la sábana. Se levantó y –como si alguien le hubiese escrito un guión muy preciso- hizo todo lo que había que hacer. ¿Te das cuenta? Tomó de un cajón la credencial de la obra social, marcó el número de la Emergencia Médica, sacó varias mudas de ropa limpia del placard, me sirvió un vaso de agua, llamó a su hermana para que venga de inmediato a cuidar a los chicos. Luego fue a verlos, los tapó, les dejó el desayuno preparado a cada uno, a Natalia leche chocolatada y a Luciano té con vainillas.

-    Así son...

-    ¿Quiénes?

-    Ellas, las mujeres. Saben casi todas las cosas aunque nadie se las enseñe.

- Cuando llegó la ambulancia ya estaba su hermana en la cocina recibiendo instrucciones detalladas sobre lo que debía hacer por la mañana. Durante todo el viaje me abrazó con una fuerza que no le conocía. Me amenazó: “Ni se te ocurra morirte, ni lo intentes” me dijo. Después me cantó “Yesterday” en ese inglés perfecto que tiene. Me la cantaba hace muchos años pero luego, cada vez que yo le pedía que lo haga, me respondía que ya no se la acordaba, que se le había borrado de la mente. Y ahora me la cantó enterita, como hace 20 años. Mientras la ambulancia me traía hasta acá. Mientras vos te estarías preguntando quién sería el tipo que te haría trabajar toda la noche. ¡Podría haberme muerto en ese viaje! En ese momento sentía que estaba en el paraíso. Ella es el paraíso cuando tenés miedo, cuando sufrís, cuando estás solo y desamparado.

 

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