Opinión
¿Es la prostitución un derecho humano?
Este mes compartimos un interesante artículo sobre la prostitución basado en una visión feminista sobre el tema. Su lectura pretende conducir al análisis y la reflexión.
Autor/a: Cecilia Hofman
Indice
1. Aspectos del debate
2. Otras ópticas
Las apuestas económicas
Voces cada vez más numerosas se alzan para sugerir y, en ciertos casos, reivindicar que la prostitución sea aceptada como un comercio y un trabajo legítimo para las mujeres, y un medio válido para reforzar el poder económico de las mujeres. La razón es quizá que alrededor del comercio del sexo se ha construido una economía pujante, totalmente integrada en las economías nacionales y locales e inmensamente rentable para las industrias y los Estados. La organización End Child Prostitution in Asian Tourism (ECPAT) estima que en Tailandia, el comercio de la carne ha reportado entre 18 y 21,6 miles de millones de dólares US en un año, lo que supone más del presupuesto total del país en 1995, y que en Japón las ganancias equivalen al presupuesto de Defensa; ésta es la prueba de que los beneficios realizados son enormes.
Análisis feministas divergentes
Hay quién sostiene que la prostitución es una práctica de resistencia y de liberación sexual de las mujeres frente a las normas sexuales y a los preceptos morales tradicionales que han servido para controlarlas y someterlas.
El pensamiento feminista radical, por el contrario, analiza la prostitución como un soporte del control patriarcal y de la sujeción sexual de las mujeres, con un efecto negativo no solamente sobre las mujeres y las niñas que están en la prostitución, sino sobre el conjunto de las mujeres como grupo, ya que la prostitución confirma y consolida las definiciones patriarcales de las mujeres, cuya función primera sería la de estar al servicio sexual de los hombres.
El debate sobre los derechos humanos
Los dos campos - “por y contra la prostitución” - movilizan la Declaración de los Derechos del Hombre, y se refieren en particular al movimiento feminista que ha extendido su marco de aplicación a la condición de las mujeres, contestando y redefiniendo desde su punto de vista sus principios generales.
El derecho a la autodeterminación
De todos los derechos humanos, las portavoces de la posición “pro prostitución”, para defender el derecho a prostituirse, invocan ante todo el derecho a la autodeterminación. Este es interpretado como el derecho de un individuo a elegir y tomar decisiones con total autonomía, lo que puede incluir el hecho de implicarse en relaciones sexuales comerciales o de definir las modalidades de este intercambio sexual.
Esta posición plantea numerosos problemas, y en primer lugar, su incapacidad para discernir los desequilibrios estructurales sociales, económicos y políticos, y las relaciones sexuales de poder entre las mujeres y los hombres que forman el contexto de estas elecciones y decisiones. Más aún, lleva a un callejón sin salida en una cuestión crucial, la de saber si la prostitución puede conducir a la igualdad social y sexual para las mujeres o si no es, en realidad, un medio de perpetuar y reforzar las desigualdades de género en materia de derechos y de estatus. Como han señalado los defensores de los derechos humanos, “pasando por alto el fenómeno de la dominación masculina sobre las mujeres, tanto en la esfera privada como en el espacio público, esta noción del derecho a la autodeterminación puede, de hecho, reforzar la opresión de las mujeres por su complicidad con el sistema de la dominación y la violencia masculinas” (Charlesworth, 1994).
Peor aún, esta posición oculta las desigualdades de clase y representa esencialmente el punto de vista de los países del Norte. Trivializa el fenómeno masivo del rapto, el engaño y la trata de mujeres y muchachas adolescentes que proceden principalmente de los países del Sur, y actualmente también de las economías dislocadas del Este de Europa, y el hecho de que son estos métodos de reclutamiento los que, de lejos, están más extendidos a escala mundial. Esta posición tampoco tiene en cuenta el hecho, sin embargo evidente, de que los usuarios masculinos de la prostitución no se preocupan de saber si la mercancía humana que ellos adquieren consiente en ser puesta a su disposición sexual, cuestión que no les inquieta lo más mínimo. El consentimiento declarado de algunas mujeres puede así afectar a las otras, a todas estas mujeres y adolescentes que en ningún caso han consentido a la prostitución.
Las nociones de elección y de consentimiento son útiles de análisis sin ningún valor para comprender la prostitución como institución. La prostitución preexiste en tanto que sistema que necesita un aprovisionamiento de cuerpos de mujeres, y es para asegurar este aprovisionamiento para lo que las mujeres y muchachas adolescentes son raptadas, engañadas, ilusionadas o persuadidas. La manera en la cual las mujeres entran en la prostitución no es pertinente para el funcionamiento del sistema prostitucional; más precisamente, la prostitución se perpetúa en tanto que sistema por lo que se hace y puede hacerse a las mujeres en la prostitución, y por los privilegios sexuales que asegura a la clientela masculina.
Tomemos el ejemplo de esos cientos de muchachas nepalíes vendidas en la India y que, durante los dos o tres primeros años de su encierro en los burdeles de Bombay, son estrechamente vigiladas y no tienen autorización para salir, porque a la menor ocasión, intentan escaparse. Posteriormente, ellas pueden ser expuestas con todos sus adornos delante de la puerta de los burdeles, sin riesgo de que se fuguen. Pueden incluso ausentarse un tiempo y volver después. ¿Cómo analizar esta situación? ¿Qué las ha ocurrido en este intervalo? ¿Cuál es la naturaleza de su “consentimiento” posterior que definiría el intercambio prostitucional como una actividad consensuada? Firmando el reconocimiento de la prostitución como un comercio legítimo, el gobierno de los Países Bajos llega incluso a proponer un nuevo concepto, el del “consentimiento de pleno grado a su propia explotación” (Louis, 1997). Para las mujeres, como para los trabajadores y los pueblos indígenas o colonizados cuya condición histórica ha sido la explotación y la subordinación, éste es evidentemente un concepto bárbaro e inaceptable.
Prostitutas y partisanas de los derechos de las prostitutas afirman con fuerza que las mujeres en la prostitución pueden conservar intacta su capacidad de acción autónoma y acusan a las feministas anti-prostitución de ser paternalistas y no respetar sus opiniones.
La cuestión del consentimiento, de la “política de elección personal”, reposa sobre una visión liberal occidental de los derechos humanos que eleva la vountad y las elecciones individuales por encima de todos los otros derechos humanos y de toda noción de bien común (Barry, 1995). Sin embargo, ante los avances de las biotecnologías, recordemos que se ha cuestionado el concepto de elección personal planteando cuestiones éticas sobre la integridad del cuerpo humano y de la persona, por ejemplo en lo que concierne a la venta de órganos, la maternidad de sustitución o la clonación humana. Igualmente, la elección individual no es retenida generalmente como argumento en favor del uso de la droga. En nombre de una cierta concepción del ser humano y del bien común, la colectividad ha juzgado necesario con frecuencia poner límites a la libertad individual. Pero, quizá porque los conceptos corrientes de bien común no han incluido jamás el de la clase de las mujeres - tradicionalmente la clase “socialmente dominada” (Charlesworth, 1994) - se tolera la prostitución, en nombre de algunas mujeres que la eligen libremente. Según este criterio, se habría podido admitir la esclavitud prestando atención a algunas voces de esclavos que se declaraban contentos de su suerte.
El derecho al trabajo
Las portavoces de la corriente pro-prostitución invocan el derecho al trabajo. Pero es necesario comenzar por preguntarse por qué este trabajo existe y por qué una experiencia de la intimidad humana ha sido categorizada como trabajo sexual. Se nos proponen entonces estos dos discursos: bien que la prostitución es un trabajo como cualquier otro, por ejemplo el de mecanógrafa o sirvienta, bien que la prostitución cumple un cierto número de funciones socialmente útiles –educación sexual, terapia sexual, o prestación de relaciones sexuales a personas que sin la prostitución se verían privadas de ellas, por ejemplo los trabajadores inmigrantes aislados de su familia y los hombres mayores o con minusvalías. Desde esta perspectiva, la prostitución es presentada como una elección profesional racional. Se considera igualmente que todo hombre, en todas las circunstancias y sea cual sea el precio, debe poder tener relaciones sexuales.
De hecho, son los millones de compradores de sexo, mucho más numerosos que las mujeres y adolescentes que ellos utilizan, quienes no solamente eligen, sino también defienden ardientemente su práctica de la prostitución. Sin embargo, su elección no es examinada ni cuestionada, es incluso eludida por instituciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud. En Ginebra en 1998, en un informe sobre el sida, la OMS ha consagrado páginas enteras a los perfiles socio-económicos y culturales de las mujeres que ejercen la prostitución para señalar después, en un párrafo lapidario, que “los clientes son más numerosos que los proveedores de servicios sexuales [………] Los factores que conducen a las personas a devenir clientes son ampliamente desconocidos”. El rechazo generalizado a afrontar un examen crítico o hacer pesar una responsabilidad sobre los usuarios de la prostitución, que constituyen de lejos el más importante eslabón del sistema prostitucional, no es otra cosa que una defensa tácita de las prácticas y privilegios sexuales masculinos.
La óptica del derecho al trabajo sostiene además que, allí donde las opciones económicas ofrecidas a las mujeres son inadecuadas, pobres, o francamente malas, la prostitución puede ser la mejor alternativa, y que en todo caso, es un trabajo que no perjudica a nadie, porque las dos partes más directamente concernidas se ponen de acuerdo sobre lo que pasará en el intercambio prostitucional. De nuevo se niega aquí un hecho esencial: si las mujeres sufren frecuentemente violencias en la prostitución, no es simplemente porque las leyes no las protejan, o porque sus condiciones de trabajo no son las que debieran ser, sino porque el uso de las mujeres por los hombres en la prostitución, y los actos que en ella son realizados, son la puesta en práctica, en el plano sexual, de una cultura y de un sistema de subordinación de las mujeres. En consecuencia, la violencia y la degradación, incluso sin llegar a la acción, son condiciones inherentes a la sexualidad prostitucional. Porque, de una parte, la violencia es siempre posible, y de otra parte, la sexualidad venal implica poder imponer el tipo de acto sexual que será practicado. Un cliente a quien una prostituta (o su esposa por lo demás) le negara un acto sexual particular o una relación sin preservativo, podrá siempre alquilar a otra mujer más necesitada que accederá a su demanda. Es por tanto otra mujer, más vulnerable, quien sufrirá los daños.
Se ha dicho de la prostitución que era un crimen sin víctima porque se supone que las mujeres consienten y por tanto nadie les hace daño. Esta forma de pensar no rinde cuenta en ningún caso de la violencia que constituye la transgresión de la intimidad humana. Las mujeres prostitutas han hablado de los medios elaborados que emplean para intentar preservar una parte de su vida afectiva y sexual que les sea propia y no esté destinada al uso público: rechazar el acceso a ciertas partes de su cuerpo o la utilización de su propia cama, inventarse una vida ficticia, y algunos otros medios. El punto de vista según el cual las intrusiones repetidas en el cuerpo y los actos sexuales tolerados pero no deseados pueden ser vividos sin perjuicio es, por lo menos, dudoso. Las supervivientes de la prostitución en Filipinas, como las mujeres de WHISPER (Women Hurt in Systems of Prostitution Engaged in Revolt) en Estados Unidos, han experimentado “el hecho de la prostitución como relaciones sexuales intrusivas, no deseadas, y con frecuencia francamente violentas de soportar” (Giobbe, 1990). En realidad, el “trabajo” prostitucional consiste fundamentalmente en someterse a los actos efectuados por los clientes o los pornógrafos sobre los cuerpos de las mujeres (o de los niños). Las mujeres han referido en numerosas ocasiones sus estrategias para terminar rápidamente con el cliente, porque si las prostitutas necesitan y desean el dinero de la prostitución, no desean la sexualidad prostitucional que, en tanto que tal, es una forma de “violación remunerada”.
Admitir pura y simplemente el hecho de que las mujeres no tienen mejor opción profesional, es renunciar al combate político para incrementar el poder de las mujeres y tolerar las actividades florecientes y extremadamente lucrativas de la industria del sexo, de la cual las mujeres son la materia prima. Las feministas solidarias de las mujeres prostitutas cumplen un enorme trabajo con ellas, y nada más que para ellas, cuando se encuentran en situación de prostitución, justamente reconociendo que la vida social y económica está estructurada por el capitalismo patriarcal para no dejar a las mujeres más que pocas opciones satisfactorias, y que salir de los sistemas prostitucionales es un proceso difícil.