Sociedad / Historias de vida | 20 AGO 07

Vivir con HIV

Dos maneras de atravesar la misma experiencia.

Dos maneras de atravesar la misma experiencia. Patricia Pérez tiene 44 años, es portadora de VIH y lleva más de 20 luchando por vivir. Es la primera mujer con VIH positivo que está nominada para recibir el Premio Nobel de la Paz. Mariano As, 33 años, es portador de VIH desde los 22. Hoy tiene un nivel de virus en sangre casi indetectable. Pero el camino hasta el presente estuvo sembrado de luchas

Luchar por todos

Dos años de vida. No más. Fue el tiempo que le dieron a Patricia Pérez luego de que los tres estudios arrojaran el diagnóstico tan temido: síndrome de inmuno deficiencia adquirida. En otras palabras, Sida. Patricia tenía 24 años, un hijo de 6 y cargaba con el dolor de que todo estaba por terminar. “En aquellos años, por 1986, la gente se moría. Sida era sinónimo de muerte.”

–¿Qué fue lo primero que pensó cuando recibió el diagnóstico?

–Que el estudio estaba equivocado, pero después de que diera positivo tres veces, no sabía muy bien qué hacer, a quién preguntar, con quién hablar. Sólo me preguntaba qué iba a hacer con mi hijo. Sentía angustia e impotencia. No tenía ningún síntoma, no me sentía mal, pero sabía que me iba a morir.

Veinte años pasaron de aquel diagnóstico. Patricia hoy no sólo convive con el VIH (virus de inmunodeficiencia humana), sino que además es la secretaria regional para América latina y el Caribe de la Comunidad Internacional de Mujeres Viviendo con VIH/sida (ICW) y su nombre figura entre los candidatos al Premio Nobel de la Paz (ver aparte).

Tiene el pelo teñido de un rojo furioso y la ropa se ajusta a su cuerpo menudo. De manos inquietas y de largas uñas pintadas en un tono colérico, Patricia se propone un nervioso juego de dedos, de miradas fijas y observadoras. Pérez mide cada palabra como un escudo casi imposible de atravesar. Sólo el tiempo será capaz de hacerle bajar la guardia por un instante.

–¿Qué la llevó a realizarse el primer test?

–Estaba separada del papá de mi hijo y salía con otra persona (consumidor de drogas endovenosas) que se había hecho el test y le había dado positivo. No fue fácil tomar la decisión de hacerlo porque nadie sabía demasiado y era un tema que estaba relacionado con la población gay. A los 6 meses hice el test. Tres veces lo hice. El resultado fue positivo. Se supone que el VIH lo contraje con aquella pareja, pero hace unos siete años me enteré de que el papá de mi hijo tenía sida, así que realmente no sé bien con quién lo contraje.

–¿Cómo transitó los primeros años?

–El tiempo fue pasando entre confusiones y sensaciones encontradas; vivía una situación de inestabilidad absoluta. No tenía de qué hablar, con quién hablar y sinceramente no sabía bien qué decir. En algún punto me dije que tenía dos posibilidades: la de pasar esos dos años lo mejor posible o simplemente quedarme en casa esperando la muerte. No tenía demasiadas alternativas. Hasta que decidí vivir lo mejor posible. Me empecé a atender, iba al hospital, buscaba a alguien que pudiera orientarme, empecé a buscar respuestas.

–¿Y cuándo comenzó a interesarse por los derechos de los que padecen VIH?

–Y en la búsqueda de respuestas di con las pocas organizaciones que había y ahí descubrí cuáles eran mis derechos. Empecé haciendo cosas por mí, en ese momento no se me había cruzado hacer cosas por otros. Pero el camino quiere que te encuentres con gente que no puede resolver las situaciones y uno, de alguna manera, comienza a hacer una transferencia de conocimiento, desde cosas muy simples. En esa época no había grupos de autoayuda y en los pasillos, mientras esperabas a que te atendieran, te ponías a hablar y tratabas de guiar a otros a través de la experiencia. Se fue dando, poco a poco.

– ¿Qué pasó cuando superó los dos años de vida que le habían diagnosticado?

–Al año y medio me sentía mejor porque no estaba inmovilizada, estaba haciendo cosas, me cuidada con la alimentación, hacía gimnasia, seguía el tratamiento. Pero cuando pasaron los dos años dije: No me morí. Acá estoy. Y eso me hizo mirar hacia adelante. Fue una inyección de energía que me obligó a preguntarme qué hacer con eso. Mientras uno respire hay esperanzas y por un tiempo tomé como filosofía de vida decir: Será un año, será una hora, serán 25 años, no importa, pero tiene que ser de la mejor manera. Estuve años, no sé cuántos, sin poder proyectar. Se me había ido el mambo de los dos años y tenía claro que mientras pudiera respirar las cosas podían avanzar, pero si nos poníamos a hablar de acá a seis meses, no entraba en mi cabeza. Era día a día.

–¿Pudo proyectar y rearmar una pareja?

–Hace 16 años que estoy en pareja. No es fácil decirle a una persona que tenés sida. A él lo conocí ya militando. Muchas de mis compañeras (hace referencia a la Comunidad Internacional de Mujeres viviendo con VIH) plantean que si lo dicen la persona en cuestión sale corriendo y por eso algunas prefieren no decirlo, ocultarlo. Cada uno tiene derecho a elegir, pero a mí me gustaría que me lo dijeran y si se va, se va. A las chicas les digo: para qué quieren estar con una persona con la que no pueden compartir. Está claro que cada uno lo va resolviendo de la manera que puede.

–¿Y cómo lo resolvió usted?

–No fue fácil decirlo, él no tiene VIH y eso también fue complicado. Al principio no podía pensar en tener una vida junto a él. Todo el tiempo me decía: ¿y si le transmito el VIH? Fue un aprendizaje y un desafío.

–¿Es más frecuente que las mujeres lo oculten?

–Creo que sí, porque la mujer está más relacionada con el entorno. Está el tema de los hijos, algunas son jefas de hogares y tienen que hacerse cargo de todo. Y acá debemos hablar de discriminación. Si una mujer confiesa tener VIH, suele perder el trabajo y lamentablemente se habla, en cuestiones generales, de promiscuidad, de conductas sexuales, de infidelidad. En cambio, en un hombre no se buscan razones. Es lo mismo cuando se sabe que un hombre engaña a una mujer. Pero qué pasa cuando una mujer engaña a su marido. Tenemos una compañera en Costa Rica que nunca le confesó a sus hijos, ya grandes, que padece sida. En el barrio nadie lo sabe, sólo conocen la verdad su marido y su hermano. Siempre habla sobre cómo encarar el tema. Ella está ocultando cosas y me pregunto qué calidad de relación puede tener con los demás.

–¿Cuándo comienza a hablarse de las mujeres y el sida?

–No hace más de seis, siete años, que empezó a plantearse el tema de la transmisión vertical (embarazo). Las mujeres entramos en escena pero desde un lugar absolutamente utilitario: como potenciales mamás. El tema se enfocaba en el bebé y no en la mamá. La feminización de la epidemia empezó a plantearse no hace más de tres años y los datos estadísticos, lamentablemente, dan cuenta de la prevalencia de la mujer. Se pensaba que nosotras no éramos las más afectadas porque el riesgo mayor estaba en la población gay y en los usuarios de drogas.

–Hay otra realidad oculta y es la que protagonizan niños y adolescentes.

–Sí, hace como dos años que en la organización empezamos a trabajar y a preguntarnos qué pasaba con las nenas y las adolescentes. Y descubrimos que muchas hijas de nuestras compañeras tienen problemas con el tratamiento (que tengan que tomar los mismos remedios que los adultos dificulta la adherencia al tratamiento) y se enfrentan a una fuerte discriminación. Junto a Unicef editamos Y ni siquiera lloré, un trabajo que ilustra a partir de testimonios esta realidad. En las palabras de las chicas sabemos qué les pasa en la escuela, en el despertar sexual, en la relación con los medicamentos, y lo que ocurre cuando sus padres mueren.

Para Patricia no se trata sólo de dar cifras y datos, sino de humanizar la pandemia. “No debemos olvidarnos nunca, nunca, de que hablamos de personas que viven con VIH.”

En su voz se hace presente una lucha que experimenta en carne propia y por ello en cada rincón de la sede de la organización en Buenos Aires parece escucharse y leerse el lema que Patricia Pérez pronunció en el 1er. Congreso de Mujeres, Niñas y Adolescentes de Latinoamérica y el Caribe, en Panamá, en octubre de 2006: “No queremos nada para nosotras sin nosotras”.

Gracias al amor

Ese día el frío de julio le pegaba en la cara y él estaba contento porque iba a empezar a trabajar en un banco de primera línea. Caminaba por la calle con el paso resuelto de tener 22 años y saberse el mandatario de bolsa más joven de la historia local. Los ojos celestes iban ligeramente ansiosos. Había recibido una llamada del laboratorio donde le habían hecho los análisis prelaborales. Un médico quería hablar con él. “Hay algunas dudas”, le habían dicho por teléfono.

Lo acompañó su hermano. Llegó al laboratorio, preguntó por el médico que lo había citado y supo sin preámbulos que su análisis de VIH había dado positivo. Cuando salió a la calle, tuvo la impresión de que nada volvería a ser igual. Su hermano lo abrazó fuerte. Creía que todos lo miraban y caminaba con la cabeza gacha. Sentía vergüenza. Quería tomar un avión, evaporarse. Pensó en suicidarse, pero estaba tan shockeado que no se le ocurría cómo hacerlo ahí mismo, rápido.

“En cinco minutos cambió mi vida”, dice hoy, once años después de aquella mañana, Mariano As.

En aquel momento su hermano lo contuvo como pudo, sin dejarlo solo. Les contó a los padres, a la novia y a los más íntimos.

Entre sollozos su novia le dijo: “No importa”. El sintió un atisbo de luz. Para saber que ella –hoy su esposa– no era portadora del virus hubo que esperar un año. También muchos amigos salieron disparados a hacerse pruebas, y a rezar.

Ahora Mariano (pelo rubio, cejas tupidas, piel bronceada) está sentado en un bar de Palermo y recuerda. “Estaba desesperado. Los primeros dos años fueron terribles. Hasta que a mi novia le aseguraron que era negativa, estuve deprimido, sentí miedo de morirme. Fui víctima de la discriminación. Me gasté lo que tenía, casi cien mil dólares, en el tratamiento y en vivir.” Es que recién a partir de la ley N° 24754 (que se refiere a las medicinas prepagas) y la Ley N° 24445 –que se refiere a las obras sociales– la cobertura de tratamientos médicos, psicológicos y farmacológicos de las personas que padecen sida se transformó en obligatoria.

Se lo ve sereno. Su cuerpo macizo le da un aire deportivo y la ropa que lleva puesta le imprime el toque moderno. Uñas bien cuidadas pasan las páginas de una carpeta donde se ha concentrado el trabajo de sus últimos tiempos.

“Yo creía que era una enfermedad de drogadictos y homosexuales. Por eso cuando me enteré quería huir”, dice.

–¿Qué te hizo cambiar de idea?

–La reacción de mis viejos, de mis hermanos, de mi mujer. Desde que mi hermano les contó a mis padres, cosa que le agradezco hasta hoy, no me dejaron solo. Simplemente me dieron amor. Con mi mujer lo primero que pensé era que se terminaba todo y me di cuenta de que no. De parte de ella fue un acto de inconsciencia, de locura. Hasta mi suegro, que falleció hace pocos días, nunca me cuestionó nada. En mi casamiento era una de las personas más felices. Y siempre me bancó en todas.

 

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