Historias de un cirujano de trauma | 06 NOV 23

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Escenas dramáticas en un escenario donde el conocimiento y la actitud pueden salvar vidas
Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro 

— No puedo conseguir a alguien que me reemplace en la guardia de este domingo y tengo que viajar…—me comentó con preocupación Eugenia España — ¿Vos podrías? …Te devuelvo esa guardia más adelante.

Uno de mis turnos de guardia correspondía a los sábados, por lo que si aceptaba ese reemplazo significaría que ese fin de semana haría dos guardias consecutivas, que estaría 48 horas dentro del hospital. Entonces las palabras de Eugenia trajeron imágenes que comenzaron a desfilar como flashes dentro de mi cabeza. De inmediato vi pasar a una sucesión de fotos, donde yo estaba en el Shock room de día, de noche, y luego nuevamente de día y de noche. Y me veía operando junto a varios residentes, que daban vueltas a mi alrededor en una ronda interminable.

Vamos a operar de todo.

—¡Yo te cubro, si, no hay problema!

Eugenia se sorprendió un poco por mi respuesta tan rápida.

—   ¿Seguro?

—   Si, perfecto.

—   Bueno, pero después arreglamos para devolvértela, eh….

—   Tranquila, todo bien.

Estuve a punto de hacer una exclamación y agitar los puños como si festejara un gol, pero me contuve y celebré en silencio. Eugenia no se dio cuenta de la euforia que me había provocado y se marchó al consultorio externo de cirugía.

Me quedé con las expectativas luminosas de un próximo viaje, algo que se avecinaba en una fecha muy cercana y que minutos antes no esperaba. Reminiscencias de otros momentos en los que había recibido una sorpresa agradable.

Armá tu bolso.

Salimos mañana, bien temprano.

Me quedé con la ilusión de experimentar de nuevo algo que ya conocía. De repetir una experiencia que deseaba que comenzara de inmediato, ahí mismo. Y en el comienzo de ese día en el que me hallaba, agradecí de antemano por lo que vendría.

Alguna vez temí quedar fuera de ese ambiente, el de las emergencias, con una sensación parecida a la de un exilio triste. Un sentimiento amargo, solo vencido por el inicio de un nuevo turno de guardia, solo aplacado por el momento en que aquella tristeza era reemplazada por otro sentimiento, uno de agradecimiento, el cual felizmente se repetía con frecuencia.

Pero había algo más en todo eso. Se trataba de que en aquella oportunidad el antídoto sería doble. Serían 48 horas con una inevitable y alta exposición a pacientes, lo cual nos pondría en contacto con una variada gama de urgencias. El Trauma estaba lejos de desaparecer en nuestra sociedad y quien estuviera en la puerta de Emergencias de modo continuo se bañaría con su más potente abanico de expresiones. Estar allí era el camino más directo para acrecentar a grandes pasos una experiencia personal, ese tesoro codiciado solo por algunos. Un tesoro invisible a los ojos de otros y que uno descubría en las madrugadas, en silencio, totalmente ajeno a intereses médicos económicos y competitivos. Una joya que mis compañeros cercanos y yo encontrábamos dentro de esa extraña soledad asistencial.

El privilegio de que ese caso raro, difícil, con esa presentación, le toque a uno en medio de la noche.

Y ese otro. Y aquel otro. Y los próximos que vendrían, de modo inevitable.

No me los contaron: yo los vi, los toqué, los experimenté.

Solo así, con esta sumatoria constante, ladrillo sobre ladrillo, caso sobre caso, se puede lograr una construcción profesional viva.

Una evolución en la que cada vez actuamos mejor, porque los casos del pasado vienen a iluminar los casos del presente. Como si estuviésemos operándolos a todos al mismo tiempo, pero ese momento fuera cada vez más perfecto.

La extraordinaria riqueza de la experiencia de primera mano.

La experiencia radical de la cirugía de urgencias.

Un hallazgo que uno compartiría con pocas personas, esas que estuvieran allí en ese momento y se conectaran con lo que sucedía. Porque se trataba de eso: había que estar ahí, en ese momento, y abrirse a las enseñanzas que se derramaban. Luego uno podría relatar lo que había sucedido, mostrar fotos o videos, pero para los demás ya no sería lo mismo. Ya no sería esa experiencia, presente cuando el reloj nos mostraba su marcha implacable y uno introducía las manos en el interior de los pacientes, en una excursión en solitario donde nos aventurábamos a través de zonas no exploradas. 

Y las experiencias más álgidas estaban en los sábados y domingos, lapso que coincidía con esa versión extendida de mi turno que aguardaba impaciente para el próximo fin de semana. Desde mis épocas como estudiante de medicina y como residente de cirugía, desde que me había introducido en esa área, siempre había estado de guardia los días sábados. Desde largo tiempo conocía la riqueza que se ocultaba detrás de esos turnos del fin de semana, los mismos que provocan irritación en muchos médicos, quienes los eludían o deseaban ansiosos abandonar en cuanto pudieran. En esa fracción del tiempo era más probable estadísticamente que uno se encontrara con lo más desafiante y complejo, alimentado por una turbulencia que experimentaba escaladas en ese momento de la semana. Una turbulencia cíclica provocada por movimientos nerviosos de personas, consumo compulsivo de tóxicos, y violencia ciega que explotaba en las calles. Si: tóxicos, violencia y locura vial, la Santísima Trinidad del Trauma.

En la noche anterior y en el viaje en ómnibus por la mañana temprano, tuve el sueño irregular. Y luego, ya en el arranque de esas 48 horas, me noté demasiado cargado de energías. Antes de pasar desde la sala de médicos a la sala de Emergencias me senté unos minutos en una de las camas de mi habitación. Noté mi respiración superficial, mi pulso acelerado y los fuertes latidos en mi pecho.

Reacciones físicas preparatorias para la lucha.

Pero debo controlarme a mí mismo primero, si pretendo controlar luego al personal y a los pacientes.

Frené mi ritmo respiratorio, experimente la sensación de observarme desde afuera y comencé a notarme más sereno. Me concentré en mi respiración y procuré no adherirme a tantas cosas entre las cuales mis pensamientos estaban saltando. Y salí.

En la sala de shock me encontré con Alejandro el Cata, el R3 de cirugía, y me di cuenta que ambos estábamos en la misma sintonía. Comenzamos a hablar de los pacientes y me pareció que estaba frente a un espejo. Nos entendíamos muy bien y que yo mostrara su mismo nivel de energía y de movilidad me hizo pensar que había cambiado poco desde mis días de residente.

A continuación, se trataba de dosificar con buen criterio el combustible para esa larga carrera que se iniciaba. Había reconocido que me costaba levantar el pie del acelerador y que solía mimetizarme con los residentes con los cuales trabajaba. Iba de un sector a otro del hospital y empujaba camillas.   Me expandía hacia otras especialidades ayudándole al traumatólogo a reducir luxaciones, al vascular con una lesión periférica y al neurocirujano con una craneotomía. Me iba fundiendo con el servicio de Emergencias, al que sentía como una unidad, y esa era la puerta de entrada a un estado de felicidad donde perdía la noción del tiempo.

Pero había algo más en esos movimientos. Algo que se había tornado muy importante para prevenir el desgaste: no dejar que los obstáculos consumieran nuestras energías y alteraran nuestro ánimo. Llevar puesto un escudo, un camisolín impermeable a prueba de eventos desfavorables. Esas situaciones estaban presentes todos los días en distinto grado, y consistían en ausencias dentro del material de trabajo o bien en conflictos con otros compañeros por diferencias de criterios.

Hoy, como siempre, habrá dificultades

Dificultades de todo tipo.

Y comenzando por el propio paciente, que ya ingresa al hospital complicado por su enfermedad.

Eran desafíos que no tardarían en aparecer desde distintos ángulos y que podía irritarnos o desconcentrarnos si no los enfrentábamos con espíritu positivo y cooperador. Y eso lo había aprendido de ese residente que estaba ahí, a mi lado.

—Tenemos varios pacientes para ver y definir…—comenzó diciendo con un gesto de seriedad, mientras desplegaba una hoja que llevaba en el bolsillo de su ambo verde y almidonado.

— ¿Y cuál es el número 1? —me apresuré a decirle, antes de que me relatara su listado.

Esa era una forma rápida de evaluar la capacidad de un residente para definir las prioridades.

—El paciente que operaron hace 3 días, con una lesión rectal por empalamiento— respondió, sin mirar la lista que tenía en su mano—…No me gusta nada como viene. Febril en todos los registros.

Al mismo tiempo que recordaba al paciente del cual me hablaba, yo pensaba acerca de lo que ese residente podría sentir por el hecho de compartir un turno de guardia conmigo.

¿Se sentirá cómodo?

¿Se sentirá con mayor libertad cuando trabaja conmigo? ¿Más libre para hablar, para opinar, para tomar decisiones, para realizar maniobras quirúrgicas?

¿Se sentirá más seguro trabajando conmigo? ¿Pensará que tengo una respuesta para cada una de sus preguntas, o que puedo ayudarlo a operar con solvencia cualquier patología de las urgencias?

Volví a verme a mí mismo desde afuera, como si yo fuera el residente de cirugía que compartía las emergencias con ese médico de planta. Y en esa intimidad me sentí afortunado de estar con ese guía, que no sería perfecto pero que ya había subido varias veces a esa y otras montañas. En un desliz de egocentrismo celebré estar con alguien así, alguien que me demandaría esfuerzos y conocimientos pero que también estaría a mi lado, compartiendo todo lo que pudiera saber, permanentemente atento al paciente y al discípulo. 

— ¿Qué es lo primero que pensamos de un traumatizado operado, que pronto evoluciona mal?

El Cata mostró una mueca triste.

—…Una lesión desapercibida

—Vamos a verlo.

El paciente estaba en una habitación individual del tercer piso. Tendría alrededor de 25 años. Apenas ingresé el cuadro me impactó desde su única imagen: el color terroso de su rostro y la agitación en su respiración.  Corrí sus sábanas y vi un drenaje con contenido purulento en su flanco izquierdo. Retiré el colector donde se volcaba ese débito y percibí su olor: fétido. Palpé su abdomen: muy tenso y doloroso.

No era necesario ningún estudio complementario.

—Muchacho, vamos a llevarlo a quirófano…Hay una infección y debemos tratarla para que usted no se complique más todavía.

El dolor abdominal intenso le impedía hablar mucho. Solo asintió, e hizo un único pedido:

—Avísenle a mi familia.

Salimos al pasillo y aproveché para hacerle unas preguntas al Cata, lejos del paciente.

—Contame de la cirugía previa. 

—Fue un empalamiento auto infringido… Se introdujo un palo de escoba. Lo contó así y pidió varias veces que no le digamos nada de eso a su familia...— el Cata levantó las cejas con esa aclaración, y prosiguió—encontraron una perforación en el sigmoides distal, por encima de la unión con el recto. Una herida fea, anfractuosa, con más de doce horas de evolución y en un ambiente muy contaminado… Resecaron ese sector del sigmoides y cerraron el muñón rectal a lo Hartmann. La colostomía esta vital, le cambié la bolsa hace un rato.

Recorrí en mi mente a otros casos que recordaba de pacientes con lesiones similares y que se habían complicado en el postoperatorio. A veces el objeto que ingresaba por el ano provocaba más de una lesión en el recto, al cual ensartaba como si fuera una brocheta. Podía atravesar el recto extraperitoneal y luego volver a perforar el recto en un nivel más alto, intraperitoneal. O  a veces incluso podía lesionar también a la vejiga, que se ubicaba por delante del recto.

— ¿No había otras lesiones? ¿No estaba perforado el recto extraperitoneal?

—No. Incluso le hicieron una TAC con contraste endovenoso y urinario antes de operarlo, y la vejiga y el uréter se vieron bien.

—No tiene anastomosis que filtren... Entonces ¿por qué está mal? O hay una contaminación persistente debida a la infección previa, o hay una lesión de intestino delgado…Para el caso, da igual. La indicación es reoperarlo. Esta peritonítico y séptico.

Pasamos por quirófano y le comentamos el caso a Leila Clapton, la anestesista de turno. Leila era muy tranquila y además una excelente docente para los residentes de su área. Me conocía desde muchos años antes y esa confianza simplificaba nuestros diálogos.

—Traelo—era una de las frases que más le oía decir cuando compartíamos una guardia. 

Mientras Carlos 9, el residente inferior, llevaba al paciente a quirófano, volvimos a la sala de emergencias para dejar todo bajo control antes de irnos a operar. Cuando bajábamos por las escaleras  le pregunté al Cata.

—¿Y ayer como estaba?

—Mal. Estuvo febril todo el día.

— ¿Y qué dijeron ayer?

El Cata volvió a levantar las cejas al hablar, como siempre lo hacía para remarcar detalles de su relato.

—Pensaban que la fiebre era de origen extraabdominal... Pensaban en una atelectasia o neumonía, dada la dificultad respiratoria. Y le hicieron una radiografía torácica donde se vio un infiltrado pulmonar.

Pulmón de sepsis.   

En cuarenta y cinco minutos ya estábamos en la re intervención. Arrancamos junto con la transfusión de plasma que habíamos pedido, dada la presencia de una coagulopatía en el último laboratorio.

 — ¿Tenemos cama en terapia intensiva? Está mal, eh, requiere de bastante dosis de inotrópicos para sostener la tensión arterial…Y sale intubado, seguro —advirtió Leila, haciendo referencia a las fallas orgánicas que ya presentaba el paciente: cardiovascular y respiratoria.

Junto con Carlos 9 le ayudábamos al Cata, quien actuaba como cirujano.  En la reapertura de la cavidad abdominal a través de la misma incisión mediana previa de inmediato emergieron pus y gas, con olor de materia fecal. De modo automático comenzamos a aspirar ese contenido y a lavar la cavidad peritoneal con abundante solución fisiológica caliente. Esa maniobra era muy terapéutica, tanto para el operado como para nosotros, la llamábamos “inundación” y la acompañábamos siempre con el mismo comentario:

— ¡Mujeres y niños primero!

Despejada la visión de ese líquido marrón que todo lo cubría, continuamos devanando a las asas del intestino delgado en busca de una perforación. Pero solo encontramos placas amarronadas de fibrina. No había ninguna lesión desapercibida en el intestino delgado, el cual por otra parte estaba cada vez más dilatado y dificultaba los movimientos.

—Ampliá la mediana,  que viene pus desde arriba…— le indiqué al Cata.

El residente extendió la incisión en dirección craneal, con lo cual tuvimos un mejor campo para la limpieza peritoneal que realizábamos.  En el extremo superior de la herida apareció la guirnalda del colon transverso, al cual descendimos para lavar los sectores altos del abdomen.

Entonces vimos lo que había provocado la peritonitis fecal: una perforación en la cara inferior de ese colon transverso. Hasta ahí arriba había llegado el objeto en el momento del traumatismo.

—Nooo…—exclamó el Cata.

—Largo el palo…Hasta ahí llegó—manifesté, mientras exploraba en todo su contorno a ese sector del colon.

Busqué que no hubiera otra lesión ahí, dado que esos traumatismos penetrantes solían ser dobles, o al menos con un número par de perforaciones.    

Nuestro turno de guardia había comenzado así en forma potente. En el arranque nomás, en la primera cirugía, ya teníamos entre manos a un paciente grave y que estaba dejando una pesada experiencia.

¿No querías tener un caso grosso, en tu fin de semana tan esperado?

Bueno, acá esta.

Pero noté que esa excitación quirúrgica comenzaba a disminuir, a la vez que crecía la perturbación por el hallazgo de una lesión desapercibida.

¿Podría haberse detectado esto en la primera cirugía?

Es una lesión muy rara. Es excepcional que, en un mecanismo de auto empalamiento, cuando el paciente mismo es quien se introduce el objeto, que este llegue tan alto dentro del vientre.

Algo impensado. Nunca había visto algo así.

¿Acaso deberíamos manejar umbrales cada vez más bajos en la sospecha de las lesiones traumáticas?

Los límites para la búsqueda y diagnóstico de esas lesiones parecían estar alejándose permanentemente, de la mano de todo lo que habíamos presenciado durante tantos años: mecanismos de trauma, lesiones traumáticas y presentaciones clínicas de todo tipo.

Pensé que el paciente podía morir y que eso no debería sorprender a nadie, más allá de que costara resignarse a un desenlace así. Y si eso sucedía, la causa de la muerte seria multifactorial, comenzando por el propio paciente quien se había provocado a sí mismo una brutal lesión.

Una vaga inquietud comenzó a deslizarse por debajo de la atención que yo estaba prestando a la intervención. Toda esa patología de la que nos ocupábamos parecía creada para derribar al paciente.

Necesitaba hablar para no continuar con los pensamientos perturbadores.

— ¿Qué hacemos con esta perforación, en medio de esta peritonitis fecal? —pregunté, mirando hacia la lámpara cialítica que pendía del techo del quirófano.

El Cata contestó mientras seguía lavando el abdomen:

—Exteriorización sobre varilla…Y dejar el abdomen abierto para volver a revisarlo.

— ¿Che, ¿qué les falta hacer?  –interrumpió Leila, sin su buen humor habitual.

Anestesista preocupado: mal signo.

—Solo sacar el colon...  Le vamos a dejar abierto el abdomen. Nos vamos rápido.

Leila no contestó y se quedó mirando el monitor. Percibí su preocupación y tuve un súbito deseo de que ese paciente no muriera. Aceleramos la parte final de la cirugía y colocamos nuestro sistema aspirativo de factura artesanal para el cierre transitorio del abdomen.

Mientras llevábamos al paciente a la UCI, Carlos 9 y el Cata no dejaban de hablar de la rareza del caso, mientras yo había perdido el deseo de hacer más comentarios. En mi silencio pensaba en el informe que le iba a dar la familia, lo cual se perfilaba como un terreno resbaladizo. Luego que dejamos al paciente en su cama en la UCI y mientras los residentes completaban la historia clínica, salí y me detuve frente a la puerta de la entrada a la UCI. Del otro lado estaba los allegados al joven, quienes nos habían acompañado en el traslado desde quirófano mientras algunos de ellos lloraban. Recordé que cuando estaba consciente el paciente había pedido en varias oportunidades que su familia no supiera como había sido el mecanismo de su lesión colónica. Y pensé también en cómo había sido la evolución de esa historia desde que había comenzado.

¿Cómo explicarles las causas que llevaron a este presente y que comprometen su futuro?

Esto parece más difícil que tomar decisiones dentro del quirófano.

Decidí ser lo más claro y honesto posible, pero también decidí simplificar la información. De lo contrario, se iba a tornar muy difícil para esas personas asimilar la realidad que los rodeaba.

—El paciente presenta complicaciones relacionadas con la infección original y con la perforación del intestino grueso. A pesar de todos los esfuerzos y de los cuidados, la infección no está controlada aún. Debimos dejar su herida operatoria abierta, para asegurarnos justamente de poder lograr ese control y va a necesitar más cirugías.  Lo que le ha sucedido es muy grave y hay posibilidad de que tenga más complicaciones, pero en la medida en que se le esté encima y se vayan tratando todas las amenazas, podrá tener más chances de salir adelante…

La familia no formuló muchas preguntas y eso facilitó la misión de dar el informe. Parecían estar ya en una fase de angustia y de pesar, y no hubo cuestionamientos.

Pero yo no estaba más tranquilo cuando retorné a la sala, donde el Cata aseguraba el sistema aspirativo abdominal en el paciente. Percibía en mi interior la misma sensación de turbulencia profunda que había experimentado en el quirófano.  Sentí necesidad de caminar, y fui a dar unas vueltas por la sala de emergencia primero y luego por los pisos del hospital. Más que con el objeto de ver pacientes, en realidad necesitaba moverme y subir escaleras. Notaba que esa actividad física me ayudaba a pensar más claramente.

¿Eso que había visto, podría haberme sucedido también a mí en la primera asistencia?

Un auditor interno e invisible me sigue a todos lados. Aparece sin previo aviso, y luego evalúa y juzga de modo implacable todo lo que pasa por mi conciencia.

Lo que hago yo, lo que hacen otros, lo que hace el equipo en el que estoy, lo que sucede en los hospitales en los que trabajo.

Un mecanismo instintivo de supervivencia para todos: pacientes, compañeros, yo mismo. 

Pero formo parte de todo esto, y no puedo despegarme de esas unidades que se han transformado en mi segundo hogar. Un paciente complicado, algo relacionado con su patología compleja, también me involucra.

Una frase del coach vino a mi mente: si no me considero parte de este problema, luego no seré parte de las soluciones que anhelo.

Los juicios y las comparaciones dentro de mi cabeza fueron inevitables durante mucho tiempo, y venían sin que yo las llamara. Pero ahora emergen mucho menos desde mi interior. Comenzaron en parte a quedarse allí dentro y en parte a desaparecer, y entonces pude trabajar mucho más con esas cuestiones, para extraer y difundir desde ellas solo lo positivo. Solo lo que eduque. Solo lo que ayude.

No debo compararme con nadie, ni juzgar de modo peyorativo a nadie.

Basta de forcejeos y de boludeces. Vayamos juntos   detrás de los mismos objetivos, porque solo así podremos ayudar mucho más a los pacientes.

No se trata de las personas sino de los hechos. Los sucesos tienen grandes revelaciones para nosotros y para todos quienes realmente deseen mejorar la calidad de la asistencia. Conceptos que serán muy útiles para los pacientes del futuro.

Eso es lo que hay que rescatar.

El peor error seria desechar esa información.

Un rato después me noté más tranquilo y comencé a alejarme de aquellos pensamientos a través del trabajo con otros pacientes, ya de regreso en la sala de Emergencias. Entre una cosa y otra llegó el mediodía y experimenté apetito. Se me hizo larga la espera hasta la llegada del carro de la comida a la sala de médicos. Y cuando arribó, pasada la 1.30 p.m., les avisé a los residentes que bajaran.

Almorcé algo distraído y cuando llegó el esperado momento de comer las naranjas, apareció uno de los emergentólogos.

—Un politraumatizado, grave… —anunció con llamativa parsimonia.   

Muchas veces había reflexionado acerca de cómo pensarían mis compañeros de guardia sobre un traumatizado en grave estado. Siempre concluía que era de mil formas distintas. Y pensaba así después de haber compartido cientos de guardias con distintos médicos.

Pobre pibe, que dolor.

Pero qué boludo, sin casco y al taco.

Va a zafar, va a andar bien.

Este se va a morir.

Yo no solía pensar mucho cuando me dirigía al Shock room. Solo pensaba que ese traumatizado estaría mal hasta que se demostrara lo contrario. No quería que nada nos sorprendiera ni nos tomara mal parados, mientras oía detrás de mí los pasos ruidosos de los residentes subiendo por esos escalones.

— ¡¿Cómo estamos?! —al llegar arrojé la pregunta al aire, como si se la estuviera haciendo a la sala de shock.

—Voy a intubarlo— me anunció Gustavo K., el otro emergentólogo, quien aplicaba la mascarilla del oxígeno a la cara de un joven delgado, inmóvil y muy pálido.

Los enfermeros le estaban quitando las ropas. Verónica, la residente de imágenes, comenzó a practicarle una ecografía en el abdomen, donde mostraba una excoriación roja y ancha.

—Ingresó inconsciente… Me dijeron que fue con un cuatriciclo—continuó relatando Gustavo, mientras ya tenía en su mano izquierda el laringoscopio para realizar la intubación orotraqueal.

Como un relámpago pasaron por mi mente algunas imágenes de traumatizados a los que había asistido en el pasado, luego de que cayeran con sus cuatriciclos. Había visto todo tipo de lesiones con ese mecanismo, y la mayoría eran severas o graves. Era un vehículo muy pesado pero también veloz, y a menudo inexplicablemente conducido por gente que no tenía experiencia con ellos. Ya fuera por el vuelco o porque el cuadriciclo les caía encima, esas personas podían presentar un espectro muy amplio de lesiones, las cuales iban desde la muerte súbita hasta cualquier tipo de fractura, pasando por traumatismos del torso o secciones de la médula espinal. Por esos motivos y más allá de cualquier análisis objetivo acerca del mecanismo, en mi fuero íntimo yo odiaba a los cuatriciclos.

— ¡Tiene mucho líquido libre! —exclamó Verónica.

Intenté palpar su pulso radial, pero estaba ausente.

—Carlos, ponele una vía en la vena femoral… ¿Sacaron una muestra para el grupo y factor sanguíneo? —pregunté, y una de las enfermeras me respondió que no —sacale una muestra, Carlos.

Junto con el Cata comenzamos a apretar los envases de Ringer Lactato para  perfundirlo a través de dos vías venosas de los brazos. Luego de la intubación le habían realizado las radiografías de tórax y de pelvis, y al cabo de 5 minutos percibí que el pulso radial había reaparecido.

—Vamos a hacerle una tomografía de cráneo—dijo Gustavo.

Esa frase sonó como una alarma para mí.

— ¿Que presión tiene? —le pregunté a la enfermera de la cabecera, mientras se quitaba  el estetoscopio de sus oídos.

—…80—me respondió.

Imaginé a la sangre acumulándose dentro de la cavidad del vientre.

—No, vamos a quirófano porque está sangrando en el abdomen… ¡Eso lo va a matar más rápido  que lo que pueda tener en la cabeza!

Gustavo había amagado con mover la camilla, pero me miró sorprendido y dudó durante unos segundos.

—Tranquilo, la TAC de cráneo se la hacemos no bien terminemos de operar, pero ahora la prioridad es el abdomen... ¡Vamos! —le aclaré, porque quería que supiera todo lo que yo pensaba.

Y luego agregué, para Carlos 9:

—Llamá a quirófano para avisar que subimos, y a hemoterapia para que nos lleven 6 unidades de sangre y 6  de plasma  a quirófano. 

Era habitual la necesidad de tomar decisiones sobre la marcha, de un momento a otro, con los pacientes  en grave estado, y siempre escuchaba lo que opinaban al respecto los demás. Cualquier comentario podía aportar algo útil. Pero en muchas ocasiones se trataba  de lo que llamábamos pacientes quirúrgicos duros: aquellos que requerían de conductas operatorias urgentes para asegurar su supervivencia. Entonces el rol de los cirujanos resultaba  decisivo y debía imponerse, aunque sin dejar de verbalizar los pensamientos en curso, de modo que las decisiones resultaran cristalinas. Desde un tiempo atrás había notado que esa comunicación fluida fortalecía a los equipos, tanto como que una falla en la misma era uno de los errores más frecuentes, y había aprendido a valorar ese recurso.

En el trayecto al quirófano se nos unió un allegado del paciente: otro joven, vestido con ropa de mecánico engrasada. Luego de notificarle de la gravedad del hecho, aproveché a ese interlocutor para preguntarle cómo había sucedido.

Me respondió con gestos de pesar.

—   Estábamos en un asado, y me pidió el cuatriciclo para ir a dar una vuelta a la manzana…No llegó ni a dos cuadras.

Pensé en lo que diría ese paciente si estuviera despierto y en cómo se arrepentiría de haberse subido al cuatriciclo.

Cuando llegamos a quirófano, lo hicimos junto con aquello que habíamos solicitado antes: las radiografías y las unidades de los hemoderivados. Las radiografías no mostraron anormalidades groseras, y me alegró que la sangre y el plasma estuvieran ya disponibles, dada la condición del paciente.

—No me limpiaste la columna…. No tiene radiografía de la columna cervical—dijo de pronto Leila, con un gesto de disconformidad.

—Esa radiografía no hubiera salido muy bien en la sala de shock…—me disculpé— debimos traerlo pronto por la descompensación hemodinámica... Le dejamos el collar cervical y después de la cirugía lo vamos a bajar a TAC para ver la cabeza y el cuello.

Con la intubación orotraqueal ya realizada y con la mesa de la instrumentadora ya preparada, pudimos comenzar de inmediato con la cirugía y con las transfusiones.

La velocidad con la que estábamos manejando ese caso súbitamente elevó mi ánimo.

Todo sobre rieles.

Como debe ser cuando un paciente esta shockado y apura.

Dada la descompensación hemodinámica preferí que  el cirujano fuera el Cata, quien era un residente más avanzado que Carlos 9. Realizó una larga incisión mediana en la parte alta del abdomen, sobrepasando el ombligo hacia  la pelvis. El ingreso a la cavidad evacuó una gran cantidad de sangre y de coágulos.

— ¿Qué puede estar sangrando luego de un trauma cerrado…? —pregunté, mientras colocábamos coágulos en un bol que nos ofrecía María Film, la instrumentadora.

Comenzamos a eviscerar el intestino delgado para ver mejor.

—Hígado, bazo o mesenterio— fue la respuesta automática de Carlos 9.

Manteniendo el pensamiento de “primero lo peor posible”, introduje mi mano izquierda por encima del lóbulo derecho del hígado, de modo de palpar toda su superficie, y luego recorrí el lóbulo izquierdo. Descartada así una lesión de quien era el peor enemigo posible por su capacidad hemorrágica, pasamos a examinar el mesenterio y allí tampoco encontramos una lesión sangrante. Entonces el Cata introdujo su mano derecha en el lado opuesto del abdomen y palpó el bazo.

 —¡Bazo destrozado, Doc!

Observé el monitor y vi que la tensión arterial sistólica era de 60. Las bolsas de sangre se estaban vaciando desde las alturas, enarboladas como banderas de guerra.

Podemos perder esta batalla.

Conozco a este enemigo poderoso. Pero él también se ha transformado, con el paso del tiempo, en un maestro para nosotros. Un maestro cruel que nos fue enseñando todo lo que sabe, a través de las heridas y de las reacciones que provocaba en los cuerpos.

Si lo atacamos ciegamente, nos desangraremos.

La hipotensión del paciente se profundizó en ese momento, como era de esperar, y por eso decidí que  lo primero sería comprimir y reanimar.

—Vamos, packing  contra el bazo, y apretá ahí, Cata! ….Carlos, apretá la aorta contra la columna!

Decidí que nos detuviéramos y les diéramos 15 minutos al paciente y al equipo de anestesiología para la reanimación. Buenas vías, sangre, plasma y  un mayor llenado vascular lo pondrían en mejores condiciones para seguir peleando.

Observé al reservorio de la aspiración del campo operatorio. Estaba repleto de sangre y una instrumentadora se aprestaba a cambiarlo por uno vacío.

¿Habremos llegado a tiempo?

— ¿Cómo está ese latido aórtico? —le pregunté a Carlos al cabo de un par de minutos.

—Cada vez más fuerte—respondió con su habitual tranquilidad.

—…Buena, bien —respiré profundamente.

— ¡¿Podemos seguir?! —preguntó a su vez el Cata.

—Tranquilo, fiera…Esperemos a que esté bien lleno… —respiré hondo de nuevo, y cambié el tema de conversación para bajar la ansiedad —Y malditos sean los cuatriciclos, los odio…Que vehículo de mierda, vector de los peores traumas. No deberían existir...

— ¿Los cuatriciclos, Doc., o los que lo manejan son los responsables? — inquirió el Cata.

Una frase apareció espontáneamente en mi cabeza.

—La gente siempre va a ser imprudente… Entonces no le podes dejar a mano un revólver para que se disparen a sí mismos.

Observé el monitor. La tensión arterial se había elevado a 90 al cabo de quince minutos.

—Soltá lentamente la aorta, Carlos.

La tensión arterial bajó a 70, y luego subió nuevamente a 90.

— ¡Bueno, vamos!… Organicemos la esplenectomía. Carlos, colgate del reborde costal con dos separadores. Cata, a mano llena cargate el bazo y levantalo, para que podamos poner pinzas desde el polo inferior al superior…Vamos.

Para que el residente pudiera extraer el bazo cumplí con mi rol de primer ayudante, desplazando el colon  hacia abajo y el estómago hacia la derecha. El Cata comenzó a colocar pinzas muy cerca de la cara interna del bazo y a cortar por encima de ellas, de modo de alejarse del estómago y de la cola del páncreas, órganos vecinos que podían ser lesionados inadvertidamente cuando se resecaba el bazo.

Que el paciente tuviera lesionado solo el bazo era una carta a favor de él y de nosotros. Implicaba que podríamos realizar un gesto quirúrgico veloz y sistematizado, al cual practicábamos de memoria. El Cata fue extrayendo el bazo de a pedazos, dado lo destruido que estaba, y luego se dedicó a colocar ligaduras debajo del sendero de pinzas que había dejado en el lecho esplénico.

—Bajale nudos de cirujano— le indiqué para una mayor seguridad y el lecho quedó sin sangrado alguno.

Exploramos el resto de la cavidad abdominal para descartar que no hubiera otra lesión, lo cual no sucedió. Dejamos un drenaje en el espacio subfrénico izquierdo y cerramos velozmente la incisión mediana. La tensión arterial era de 95. Vi la hora en el monitor y supe que habíamos tardado 45 minutos con esa cirugía. Experimenté satisfacción con esa velocidad efectiva y sin fisuras que habíamos desplegado, y ya pensaba en el próximo paso. Ese consistía en un traslado de riesgo para las tomografías de cráneo y de columna cervical. El joven seguía en una condición crítica, pero se encontraba más compensado y yo creía que estábamos cumpliendo con el que me parecía el mejor plan posible.  

Junto con los residentes y con Gonzalo V., un R2 de anestesiología, acompañamos al paciente al tomógrafo mientras le prestábamos la ventilación asistida. No quería desprenderme de él en ningún momento y temía que algo le sucediera. No quería que ningún incidente malograra el manejo expeditivo previo. En esos viajes peligrosos todo podía pasar: la detención del funcionamiento de una de las bombas de las drogas vasoactivas, la salida del tubo orotraqueal, un despertar inoportuno y accidentado…. Y repasar esa lista de alarmas con luces rojas era imprescindible: una falla podía tirar por tierra todo lo antes logrado.

La tomografía mostró un edema cerebral y entonces retornamos al quirófano, donde el neurocirujano ya notificado le colocó un catéter para medir su presión intracraneana. El procedimiento fue breve y el Cata se quedó en el quirófano hasta su finalización. Entonces coordinamos el último viaje de riesgo hasta la UCI. Cuando finalmente lo dejamos en la cama de ese servicio, suspiré aliviado. Habíamos cumplido con todos los objetivos de la asistencia y esa performance también me trajo alivio de la tensión padecida con el complicado caso de la mañana. Agradecí que esas nuevas oportunidades, esas revanchas precoces, llegaran tan pronto luego de un caso conflictivo, irrumpiendo para levantar nuestra moral.      

 

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