Relato de Celina Abud | 18 JUN 23

Silencio de playa

Un mutismo elegido. Una playa en invierno. Una reflexión sobre el amor y su deterioro.
Autor/a: Celina Abud 

Hace ya veinte días que Mara dejó de hablar. Su lengua ahora lame la película salada que quedó en sus mejillas la brisa marina que sopla en esa playa de Chapadmalal que, al igual que ella, se ha vuelto silenciosa. Es un jueves nublado de fines de marzo. No hay familias visitantes y las locales tampoco bajan, porque el viento invita a estar en casa, con un café o un chocolate. El paisaje no promete un atardecer de colores. Igual Mara no busca postales. Prefiere salvaguardar el silencio y que el sonido del viento sea su canción de cuna.

Llegó caminando desde el barrio de Santa Isabel y evitó bordear la ruta. Eligió las calles de tierra que separaban los terrenos en venta desde hacía años. Los pastizales amarillentos, secos pero altos, estaban en pie más allá del abandono. Mara los miró primero y después reparó en los árboles, que crecían doblados. Pensó que por los fuertes vientos debieron cambiar de forma y esa curva, que podía percibirse como un defecto, era la condición para que siguieran con vida, sin quebrarse. Se acordó de su silencio, lo hermanó con esos troncos ladeados y siguió su marcha.

Unos días antes había sacado los pasajes por la web, sin necesidad de mediar palabra. Tampoco hicieron falta mensajes ni llamadas telefónicas. Solo un mail a su amiga Jéssica, de Mar del Plata, a la que le pedía prestada la casa de campo. “Ya sabés dónde escondo las llaves, vení cuando quieras”, su respuesta.

Era una rústica cabaña de verano, sin calefacción. Nada habitable para los inviernos con humedad y viento de mar. Así como estaba, Mara la creía ideal para sentir al mundo tal cual era, sin necesidad de hacerlo más cómodo. Cuando frotó sus manos al entrar, recordó un fragmento de la novela Moby Dick, que había leído de más joven. Sugería que para disfrutar en verdad del calor corporal, “una pequeña parte de ti debía tener frío, porque no hay cualidad en el mundo que no sea lo que es por contraste”.

Ahora está en la extensa playa próxima a los hoteles. Frente al mar se acuerda de los árboles. Aunque están expuestos, nadie les pide explicaciones. Piensa en que su incapacidad de hablar los hace, en algún punto, libres. Ella, en cambio, debía custodiar su silencio. Por suerte, el celular ayudaba. Con un simple mensaje escrito podía calmar la ansiedad de los suyos. Que había llegado bien; que había encontrado las llaves; que no hacía tanto frio. Mara sabía en carne propia que la ausencia total era quizá la herramienta más eficiente para llamar la atención. De nuevo se acordó de Moby Dick y de los contrastes. Tipear palabras, un pequeño precio para ser inaudible. 

¿Para qué hablar si su relato, como consecuencia directa, la iba a llevar a las lágrimas? ¿Si primero debía erguirse para emitir sonido y después quebrarse? ¿Tenía sentido tensar el nudo en el estómago para enunciar algo destinado a la incomprensión, al mote de “exagerado”?

Sabe que su historia puede sonar repetida para los oídos ajenos, porque cada historia se parece, más o menos, a alguna otra. El dolor, en cambio, es intransferible. Y el silencio es un ovillo que alivia.

Sentada sobre la arena, lleva las rodillas al pecho y las abraza. Intenta calmar la molestia en su interior. De chica le habían contado que el amor se sentía en el corazón, a la altura del pecho. Ya de adulta sabe que cuando un amor se va, se asemeja más a una piña en el estómago. 

Cierra los ojos y piensa en Marcos, que desde hacía dos meses había dejado de hablarle. No hubo peleas previas, nada que anticipara el final. Su partida abrupta fue como cuando la naturaleza se rebela para devorarlo todo, como un terremoto que destroza hasta al más sólido de los edificios. El silencio de Marcos fue ausencia, de esas ausencias que llaman la atención. El de Mara, en cambio, es discreto, hasta complaciente, sin angustia ni preocupaciones para terceros. Ella nunca buscó que el mutismo elegido fuera un atributo, sino una herramienta para no explicar, para evitar que esa sensación en su estómago se expandiera hasta sus ojos, su garganta y convertirse en un ahogo que poco tenía que ver con el agua.

 

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